Vino don maestro a trastocarnos
con el concepto aristado
cargado de ironía y destemplanza
de calor, de fuego y de esperanzas.
Junto a la vana higuera
que crece sola cabe el casar manchego,
marchito está el gigante reposando
de su agitada vida. Ya pasaron
las luchas, la política, el amor;
el miedo, la virtud y la ignorancia.
El reposado egregio, recordando
con temblorosa mano hunde la pluma
para darla de beber su pócima privada:
el elixir con el que hacer poemas.
El sol de la tarde se apacigua
en el pretil de paja de declinante estío.
Entre la tarde desolada se cimbrean
la incipiente agonía del verano
y el cansado reposo del poeta.
Señor Quevedo, don Francisco
y Villegas, señor de señoríos,
señor de la palabra y de la letra
aquí postrado, honrado noble sois
bajo el cobijo sereno de la aldea
escribiendo, pensando, recordando...
...¡Qué vida señalada de hombre sabio!
Como filósofo humanista en Alcalá naciste;
Valladolid altiva te hizo hombre
entre plegarias teológicas y humanas,
y hacia el mundano ambiente de Madrid
partiste ya escritor y te asentaste.
Don Pedro Téllez, ése noble amigo,
el de Osuna, el Duque hacia la Italia
empuja tus desvelos. Tu talante,
diplomático saber, hombre de honor,
en Venecia dispone con audacia
y al regreso, de Santiago capa y cruz
luces señorial, sin arrogancia,
con la sabia humildad de tu virtud.
Entre alegrías, pesares y destierros,
secretario real, divulgas con tus Sueños
la humanidad perdida y encontrada
como caudal viviente en el paisaje.
Ahora en nupcias alegres,
ahora en desterrada soledad,
en ocasión vanagloriado
para volver a ser mañana traicionado.
Cansado de la acción,
aterido ya y viejo y tembloroso
acurrucado, sobre rústico tablón
solo la pluma a abandonar
su luenga mano, se resiste.
Una lágrima pasea en su semblante.
Un recuerdo: el de la cárcel. La disidencia
la pagásteis cara. Otro recuerdo:
el de la pena por España. El último recuerdo:
el del amor vencido.
¿Qué más se puede dar en un hombre,
sino el haber vivido
como vivió don Francisco de Quevedo?
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