Apreciada persona que lees esta historia. Te recomiendo que pongas antes de empezar esta música para que acompañe tu lectura y esta esté mejor ambientada. Se te abrirá en una ventana emergente que puedes minimizar para escuchar la música y leer la historia al mismo tiempo: https://youtu.be/Bng6P118R48 (Gracias a On Period Instruments)
JORNADA PRIMERA
Es otoño y pese a la sequía, todo sigue su
curso, porque en la Naturaleza no hay esperas. He salido del trabajo al
mediodía y Minerva está en la calle, cargada hasta las trancas, aparcada bajo
el sol templado. ¡Vámonos de aquí, Minerva, la tras sierra nos espera, allá
arriba entre las tierras del Tajo y del Duero!
Se suele llamar tras sierra a los
territorios que fueron repoblados durante los siglos XII y XIII entre los ríos Duero y Tajo, junto a la Sierra de Pela, tras ser reconquistados a los musulmanes. Estas
tierras fueron otorgadas a pobladores castellanos para ser habitadas y
cultivadas, la manera más económica y eficiente de crear una potente frontera,
ya que ¿Quién no defiende lo suyo? Lo suyo, que en realidad seguía rindiendo
pleitesía a su señor.
En la Historia hay tantas versiones como
divulgadores. La versión actual, de moda entre los estudiosos, es que a partir
del año mil se esperaba el fin del Mundo y al no haber sucedido, se quiso dar
gracias a Dios construyendo iglesias y castillos. Pero si se piensa con lógica,
es más convincente pensar que las
iglesias y castillos fueran una forma de delimitar las fronteras de lo
rescatado por los cristianos peninsulares, instaurando así el nuevo poderío
castellano.
Llevamos un buen rato de ruta cuando
terminamos de rodear Madrid y cogemos la autovía de Zaragoza rumbo al norte, ya
que más delante de Guadalajara nos desviaremos hacia nuestro variado destino.
Me gusta cuando voy en moto evitar autovías,
metiéndome por carreteras que pasan por pequeñas poblaciones, que atraviesan lugares
desconocidos, riachuelos, valles y arboledas, pero estos días anochece pronto y
quiero aprovechar la tarde, así que no paro hasta coger el desvío que me lleva a
Jadraque. Mientras tanto voy pensando en todo lo que me queda por ver y
disfrutar.
Tras unos cuantos kilómetros pasado
Guadalajara, paramos a repostar. Buscando Puebla de Beleña, encontramos el
desvío a Jadraque, que ya está cerca. Lo primero que hacemos al toparme con el
castillo es subir una enorme rampa para
acercarme más, hasta llegar a una cadena
que impide el paso a vehículos.
El castillo de Jadraque desde esta perspectiva, parece medio abandonado, pese a la fama que tiene, por ser un destino dominguero de muchos madrileños que buscan evadirse sin irse muy lejos.
Debió ser una interesante fortaleza
altomedieval, si bien su actual factura data del siglo XV.
Hace calor, a pesar de ser casi noviembre y
tengo hambre. El castillo me ha gustado, pero no me ha emocionado.
Abajo, en el pueblo me indican un
restaurante en el que puedo comer buenas raciones caseras. Se llama Justi y,
aunque el dueño parece seco, algo típico en algunos pueblos castellanos,
resulta atento y eficiente. Me da bien, muy bien de comer; me sirve un moje de
tomate y atún aderezado con un buen aceite de oliva y un plato con huevos
fritos, patatas y un bacalao rebozado
exquisito. Todo casero, muy bueno, aunque no es especialmente barato.
Mientras disfruto de un delicioso café,
miro en mi plano unas indicaciones y ya repuesto sigo rumbo a Beleña de Sorbe.
Como ya sabía de otras veces, las
carreteras de esta zona están llenas de curvas perfectas para disfrutar en moto
y rodeadas de paisajes arcaicos y hermosos. Parece que se toca la Historia, a
través del aire que se desliza sobre la moto y sobre mí.
Escondida, tímida y coqueta aparece Beleña de Sorbe. La iglesia románica de San Miguel me deja sin palabras cuando de pronto aparece ante mí con esa galería porticada que enamora. Nueve arcos de medio punto y uno mayor en el centro, dan paso a la majestuosa arquivolta esculpida de la entrada.
En ella aparecen las actividades cotidianas en el
entorno rural, durante los meses del año. Pero estos se interpretan de derecha
a izquierda, como cuando se lee un
escrito musulmán, lo que nos hace sospechar de una posible autoría de
musulmanes conversos.
En los capiteles de las dos columnas laterales veo algunas escenas bíblicas, como la de las tres Marías visitando el sepulcro vacío ya de Jesús. Es increíble el poder que tenían esos artesanos para hacer hablar a las piedras y que esto lo admiremos mil años después. También, parecen gritar las caras asustadoras y grotescas de los canecillos exteriores del templo.
Mirando por encima de la iglesia, atrás veo
los lienzos del derrotado castillo, allá arriba y subo por un sendero mal
trazado entre las rocas del monte. La preciosa panorámica me impresiona. Aquí
se respira antigüedad, leyendas en el aire y mucha pasión.
Pero está atardeciendo y quiero visitar Pinilla de Jadraque y su iglesia románica de La Anunciación con su galería porticada a dos lados.
Antes de salir del pueblo veo un camino que parece llevar al bonito puente medieval sobre el río Sorbe.
Bajando de lo que queda de
castillo, por un estrecho camino de hormigón que sale del pueblo, me meto en él
con Minerva hasta que termina ante un camino pedregoso sobre la empinada cuesta
en un barranco… Ya no hay opción, no tengo espacio para dar la vuelta con mi
moto de doscientos cincuenta kilos cargada hasta arriba y he de bajar como sea
por este camino estrecho y deformado, lleno de piedras y profundas hendiduras. No
tengo gran experiencia en este tipo de trances, así que me encomiendo a lo
Divino, respiro hondo para tranquilizarme y bajo como puedo, con mucha
suavidad, dejando ir la moto y
ayudándome con el freno trasero sin forzarlo. Minerva culea y se desliza
lateralmente un poco de vez en cuando,
entre las piedras y roderas del destrozado camino, pero es una máquina
noble, confío en ella, sólo va buscando apoyos mientras descendemos. Intento no
ponerla nerviosa, y la dejo fluir sin agarrotarme…
Al bajar descubro que el camino no va al
río, sino que unos metros antes había un estrecho sendero casi escondido entre
la hierba justo donde acababa el hormigón, que conducía directamente al puente
medieval. Pero me niego a volver y subir la misma cuesta de nuevo, así que
decido continuar el camino. Éste me lleva por un bonito valle entre amplias
fincas rodeadas de hileras de chopos
vestidos con una gran gama de colores otoñales, hasta que finalmente,
tras legua y media salgo a la carretera, mucho más atrás de Beleña.
Soy terco y a pesar de las horas que son ya, sigo decidido a ir a Pinilla de Jadraque, pero no veo ni de casualidad ningún desvío al pueblo, pese a que sé que estoy muy cerquita.
Aquí las carreteras son muy pequeñas y locales y en muchas de ellas apenas hay señalización. Voy despacio, muy despacio…hasta que por casualidad… ¡Llego a Matillas, donde tengo reservado mi hospedaje de estos días! Y es que me gusta ir como los antiguos viajeros, de cuando no existían las aplicaciones de internet, no quiero usar un programa informático que me descubra la magia de la ruta. Es tarde ya y desisto por hoy. Estoy cansado, la noche anterior dormí poco y ahora necesito descansar. Mañana será otro día.
Tras descargar las maletas y llegar a la
habitación donde descanso un poco y me organizo, salgo a estirar las piernas y
a conocer un poco el pueblo, pues tantas horas en la moto casi sin parar, acaba
cansando las rodillas.
Matillas es un pueblo construido en los
años sesenta del siglo pasado, alrededor de la fábrica de cementos El León, hoy
en día en desuso. Está ubicada cerca de
la vía del tren. A poco más de un kilómetro está la vieja Matillas, la pequeña
población hoy en ruinas, en la que aún sigue en pie, a punto de desmoronarse,
la sencilla torre de su iglesia. La silueta en lontananza parece un viejo
fantasma que invita a la reflexión. Las gentes del pequeño pueblo se fueron
trasladando progresivamente hacia la nueva fábrica, merced a la oportunidad de
trabajo que esta les otorgaba y, al final tanta vivienda nueva, se convirtió en
crisálida de una nueva población, viéndose progresivamente abandonada la vieja
Matillas. Cosas del destino.
Al salir del hostal, el único que hay en el
pueblo, paseando veo un edificio original, con aspecto de torre, entre antigua
y moderna. Está al fondo de la plaza de lo que creo es el Ayuntamiento. La
plaza está bien iluminada por unas coquetas farolas. Me acerco al edificio y
veo que es una iglesia, moderna, de ese tipo de fábrica de la época franquista.
A pesar de ser de un estilo ecléctico, me parece bonita por su originalidad y
su planta como de castillo. Una mujer de edad madura me ve asomándome a la
puerta, que está cerrada.
-Es una
iglesia, ¿verdad?
- Sí señor,
la iglesia del pueblo- me responde orgullosa.
Me paro a hablar con ella, para saber algo
más del pueblo. Me cuenta lo de la vieja fábrica, también que la mayoría de la
población son ya jubilados, que la agricultura por allí es escasa y de
ganadería queda poco. Pero sin embargo hay gente que ha restaurado la casa de
los padres o de los abuelos para pasar temporadas. Me alegro enormemente,
porque este es un pueblo de reciente historia, pero con encanto. No tiene
monumentos, ni casonas señoriales, pero las casas están bien hechas, a
diferencia de otras poblaciones de la época, cuyas viviendas son tristes
barracones para los obreros. Matillas tiene algo que acaba gustando.
De vuelta al hostal veo una enorme y
preciosa moto de los años ochenta aparcada en
frente, cerca del apeadero del tren. Es una vieja BMV con el faro
cuadrado, que era lo que se llevaba en la época. Tiene un carenado envolvente.
La estoy mirando cuando veo salir del hostal a un hombre joven poniéndose un
casco totalmente blanco. Le pregunto intrigado si la moto es suya y me dice que
sí.
-Es una
vieja rutera que nunca me falla. Por lo que veo te gustan las motos.-me
responde.
-Pues claro.
He venido en moto a recorrer las ermitas románicas de la zona.-le digo yo.
Entonces me sonríe con cara de satisfacción
y me indica un montón de ellas, que yo conozco bien sobre el papel y tengo
intención de visitar. Le cuento que me he perdido por esas carreteras rotas
buscando Pinilla de Jadraque. Entonces
me indica la ruta. Veremos si soy capaz de llegar mañana. Paco me da la
impresión de ser una persona muy positiva y alegre, además de buen conocedor de
la zona. Me habla de Severino, que es el hombre mayor que enseña y explica el
monumento de la capilla de San Galindo y la anexa San Bartolomé en Campisábalos,
junto con su mensario, es decir el calendario con las tareas del campo que
tiene adosado la pared en preciosas esculturas. ¡A ver si tengo suerte y
conozco a Severino!
Estoy cansado. Me despido de Paco y entro
en el hostal, tengo ganas de ducharme y bajar a cenar algo. Me ha advertido
Paco lo bien que cocinan cualquier cosa en el hostal. Y a mí viajando se me
despierta el apetito.
La carta del hostal es muy variada, puedes
comer platos típicos, raciones o unas
deliciosas hamburguesas caseras, que es lo que yo elijo. Está riquísima.
Después de cenar me encuentro muy bien y subo a la habitación. He de consultar
algunos detalles para la ruta de mañana y también hago un breve resumen del día
de hoy, que ha sido intenso. Mi habitación es acogedora y da a un bonito
jardín, la cama es cómoda y me rodea el silencio absoluto, que sólo se
interrumpe brevemente cuando sube algún huésped a su habitación. Para mí todo
ello es el lujo auténtico. Me siento muy a gusto en este sencillo pero cálido
hostal. El personal, que es el dueño, parece distante, sin embargo se desvive
por atenderte lo mejor posible, siempre con una amable sonrisa.
Mañana tengo un día de variadas rutas
porque tengo por delante un esparcido ramillete de lugares para visitar. A
pesar de la ilusión, el sueño me vence y caigo en la cómoda cama, durmiendo
como un bendito…
JORNADA SEGUNDA
Amanece una clara y fresca mañana, alegrada por mil cantos de los pajarillos
que hay en los árboles del jardín. Me siento completamente repuesto, nuevo,
dispuesto a continuar mi pequeña aventura. Después de prepararme y organizar mis cosas cargando a Minerva con
lo estrictamente necesario y de tomar un frugal desayuno, salimos del jardín
del hostal dispuestos a visitar de una vez por todas, Pinilla de Jadraque y su
preciosa iglesia románica.
Para ello sigo la dirección de Jadraque,
por donde tomando la comarcal 101 voy camino de Medranda, desviándome por la
local 159. Durante estos recorridos entre Matillas y mis diversos destinos, he
de cruzar varias veces la vía del tren, lo que le da al viaje un aire arcaico,
pues ya son cada vez menos los pasos de tren que cruzan las actuales
carreteras, y esto me resulta divertido, pues le da un aspecto “retro” al
viaje, que me encanta.
Medranda es un pueblecito muy acogedor,
enclavado en la generosa vegetación que fluye del recoleto río Cañamares. La
avenida principal es todo un parque amplio, rodeado de un agradable paseo.
Junto a la carretera me sorprenden unas bonitas esculturas a tamaño natural, de
personajes históricos como El Cid y su esposa Doña Jimena y literarios como Don
Quijote y Sancho, además de otros personajes. Parece que están hechos en
madera. A la vuelta de Pinilla me pararé a verlos más despacio. Me alegra
pensar que queden artistas en estas pequeñas poblaciones.
A pocos kilómetros llego de nuevo a la zona
fluvial del Cañamares, donde me detengo antes de cruzar el pequeño puente de
hierro que cruza el río para entrar a Pinilla de Jadraque. El paisaje es un precioso valle rodeado de arboledas de chopos y álamos
blancos.
La iglesia de La Anunciación es un sencillo
templo porticado: La mayoría de los capiteles de las columnas de la galería
exterior ostentan motivos vegetales excepto algunos con sorprendentes tallas de
escenas bíblicas.
En una época en la que saber leer y
escribir era un limitado privilegio, la escultura de capiteles, arquivoltas y
canecillos de estos templos eran toda una lección de catecismo, pues las
imágenes contaban los hechos más destacables
del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como nos presentaban las figuras del
bien y del mal en forma de ángeles o demonios. Como en un comic, muchas de
estas representaciones nos hablan gráficamente de actos lascivos hijos del
pecado para prevenirnos de él, o nos presentan al diablo prisionero bajo las
vigas que sujetan el armazón superior de la iglesia, para que lo reconozcamos
sin caer en sus garras.
Salgo de Pinilla de Jadraque con buen sab
Aunque hemos salido temprano el tiempo se me escapa entre los dedos, como si fuese el agua de una fuente llenando las entrelazadas manos para beber.
Nuestro próximo destino es la iglesia de San Andrés de Romanillos de Atienza. Para
ello tengo que pasar por la villa y fortaleza de Atienza, que he visitado
muchas veces, pero hoy voy a subir hacia el castillo para ver las antiguas
murallas musulmanas y la interesante iglesia románica de Santa María del Rey,
que está anexa al cementerio. Me interesa ver de cerca su imponente torreón,
recio y soberbio, dominando el valle desde el cerro y también las arquivoltas
de las dos entradas opuestas en ubicación y en estilo.
Santa María tiene una entrada, la menos principal con un arco de medio punto, casi deprimido en el que parece leerse inscripciones que pueden ser musulmanas o hebraicas, no se distingue con claridad la huella deteriorada sobre la vieja arenisca.
En
cualquier caso, pudiera ser un resto de una anterior sinagoga o mezquita, o
quizá una inscripción decorativa en la que se hagan referencias a Alá, pueden
ser tantas cosas, pero no me gusta dogmatizar sobre algo que no está
absolutamente claro, así que lo dejo para la imaginación de cada cual. Con esa
nunca me equivoco.
Rodeo la muralla del cementerio para acceder por éste a la entrada principal del templo. Cuando entro me horroriza un fuerte hedor que afortunadamente vuela con la brisa y acelero el paso para acercarme a observar las arquivoltas de la entrada principal. Son seres con aspecto de dignatarios del clero y la nobleza, estupendamente esculpidos.
Mirando
estos personajes me viene a la memoria los esculpidos en el Pórtico de la
Gloria de la catedral de Santiago de Compostela y me sale un reproche del fondo
de mi pensamiento: “Tantas gentes que fuisteis lo que vos os creíais:
importantes, ¿No pensábais jamás en el escaso valor de vuestro orgullo frente a
Dios y a la eternidad?” Y me empezó a fluir sin pretenderlo la copla catorce de
Jorge Manrique:
“Estos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas.
Así que no hay cosa fuerte,
que a Papas y Emperadores
y Prelados,
así los trata la Muerte
como a los pobres pastores
de ganados.”
Con agrio sabor abandono Santa María y me
alejo de Atienza, buscando el desvío que me lleve a Romanillos.
Para ello bajo el carreterín y por un
evocador paisaje desolado, típico de las parameras castellanas, sigo la
carretera provincial 154 para al poco, desviarme por la local 145.
San Andrés, en Romanillos de Atienza tiene
la galería con los arcos tapados, es una pena ver los destrozos que nuestra
sociedad hace en ocasiones del talento pasado.
Uno de los
capiteles muestra dos ocas enlazadas. La
oca en la simbología antigua siempre ha representado el bien, o la custodia de
este frente al mal. Es conocida la fama de guardianas que tienen las ocas, que
defienden su propiedad, intimidando con movimientos amenazantes y fuertes
graznidos a los extraños que pasan por el lugar donde ellas pernoctan. Lo que
no entiendo es el detalle de las ocas enlazadas. Quiero pensar que simplemente
están jugando o descansando juntas, preparadas para lidiar contra el mal, dando sensación de que
estamos a salvo al entrar en este lugar sagrado.
Hay unos niños jugando en la plaza del pueblo. Han dejado sus bicicletas en el suelo, frente a la maravillosa iglesia y se han agrupado en un rincón de la plaza, subidos a no sé qué artefacto de hierro, donde disfrutan de su mutua compañía, entre risas y bromas. En un principio me fastidia ver tanta bicicleta tirada allí, junto a la iglesia. “Me fastidian la perspectiva esos trastos, para las fotos y el pequeño reportaje que quiero hacer, podían ponerlas en otro sitio, con lo amplia que es la plazoleta, vaya críos”- pienso contrariado, pero al instante se me repite la expresión última: “vaya c r í o s”.
Pues
eso, unos críos jugando en la plaza del pequeño y casi despoblado pueblecito de
sus abuelos, de sus tíos, de sus antecesores en todo caso. Tienen más derecho
que yo a disfrutar su plaza, jugando y riendo sin molestar a nadie. Entonces
pienso que es una bendición para estos pueblos que sus descendientes todavía se
acuerden y vuelvan cada año a visitarlo, que los niños vuelvan como antaño a
jugar en sus calles. Estos pueblos adolecen de niños y durante los larguísimos
meses del curso invernal, rebosan soledad y tristeza. Me gustan estos pueblos
casi olvidados, porque la gente que me encuentro en ellos no son simples
turistas, sino familiares que muy de vez en cuando retornan a sus orígenes.
En un par de minutos mi pensamiento gira y
exclamo para mí mismo:” ¡Benditos niños que tenéis un pueblo al que retornar!”.
Entonces se me ocurre la idea de colocar a Minerva delante de las bicicletas,
tapándolas en diagonal y compruebo con
satisfacción que si me agacho puedo hacer una bonita foto de la iglesia tapando
con Minerva las bicicletas esparcidas por el suelo. Así que me acerco a los
críos y les pido que me hagan una foto. Ellos encantados vienen hacia mí
pendientes de mis instrucciones. Una niña con cara de ser muy avispada es la que elijo como improvisada fotógrafa y la
explico cómo quiero que la moto tape sus bicis. Me coloco junto a Minerva para
la foto y la chica me hace una bonita y acertada foto.
¡Gracias
chiquilla! Vuelven a su mundo como si no les hubiera interrumpido. Siempre
hay que creer en nuestros congéneres, al fin y al cabo nos tenemos los unos a
los otros. La Humanidad es algo general y como todo, tiene sus brillos y sus
escorias. Pero no hay tanta maldad como pretenden mostrarnos muchos medios
informativos bajo intereses políticos. El ser humano, como casi todos los
mamíferos, estamos hechos para cooperar y avanzar como sociedad, aunque la
nuestra actual es acomodaticia y cada vez menos luchadora y más conformista,
por ende, más manejable. Pero eso es otra historia.
Veo algunos paisanos y un ambiente acogedor
y sereno esta mañana en Romanillos. Me voy contento.
Quiero subir al castillo de la Riba de
Santiuste, un monumento cargado de historia y de leyendas fantasmales, que
además luce una esplendorosa figura recortada contra el encrestado pedregal del
monte y el cielo tamizado de nubes aborregadas.
Sobre el castillo hay dos leyendas: La
primera y más antigua se refiere a una mujer que acompañaba y atendía a la
soldadesca, que un día fue brutalmente asesinada entre los adarves del castillo, quizá por celos o vaya
Pero para mí lo más sorprendente es que
este castillo fue sede de una organización neo medieval de corte casi
castrense. Por ello, las paredes del castillo ostentan escudos medievales
referentes a Castilla. También queda lo que parece que fue una sala de juntas
con una buena chimenea. El castillo está bastante restaurado, en gran parte por
dicha organización, aunque se hace muy patente el abandono en el que está
sumido.
Riba de Santiuste es un pueblo muy coqueto
hecho con abundante piedra caliza. También hay familias con niños que son
descendientes de aquí. Me meto con Minerva por el centro y ya casi saliendo,
unos chavales a quienes pregunto me indican cómo subir al castillo.
-Pero con la
moto no puedes subir, porque han puesto una cadena en el camino, al pasar el
puente.-me advierten sensatos.
Después siguen jugando como si no me
hubieran visto y yo sigo hacia el puente medieval, que está hecho de grandes
sillares de piedra caliza con tonalidades ocres y azuladas. El puente es
rústico y elegante a la vez, una pequeña joya perdida en medio de la nada, que
salva lo que ahora es un triste arroyuelo inundado de barro.
-Minerva, espero volver pronto, espérame
aquí, a la vista. -le digo a la moto seguro de que me entiende, mientras la dejo
pasado el puente y yo sigo a pie el camino que sube en empinada cuesta
retorcida hacia el castillo. Las vistas que van apareciendo son impresionantes,
con una gama de colores cercana al ocre y jugando con el verde de la escasa
vegetación. Debe ser este un terreno bastante frío entre los duros inviernos
castellanos.
La Cuesta de los Muertos se llama esta poderosa subida de poco más de kilómetro y medio. Es tradición que los ejércitos enemigos que subían para asediar la fortaleza, iban cayendo derrotados por las flechas y piedras que disparaban desde las almenas los guardianes de esta, amontonándose los cadáveres en todo el recorrido.
Muerto no, pero fatigado consigo llegar a
toda prisa, pues la impaciencia me acucia. Casi arriba del todo, la impresionante
figura del monumento recortado contra el cielo me produce una intensa emoción.
Cuando me acerco, veo abiertas las cancelas y no lo dudo, paso por el pasillo
protegido por almenas que me lleva hasta el patio central, que está justo
enfrente de la entrada al edificio.
No voy a describir aquí el castillo, ni sus estancias, quien quiera, que lo visite si lo encuentra abierto. Sólo te diré que fui al encuentro de Manuela, dirigiéndome al pasillo empedrado que está muy adentro, lugar donde dicen que pasea el espectro. Tampoco voy a desvelar aquí lo que pude ver o escuchar, porque el misterio hay que vivirlo en persona.
Pero del mundo real, lo que más me impresionó fue constatar la eficaz organización que debieron tener los últimos habitantes del castillo, con la sala de reuniones, los largos tablones sobre soportes en forma de mesas que debieron albergar a un grupo grande. Pensaba en la solemnidad con que tratarían sus asuntos. Me impresionó una enorme silla a modo de trono, los símbolos y escudos en tinta roja por doquier, la bandera nacional siempre presente. Sobre todo me impactó ver el abandono de lo que no hace muchas décadas fue una especie de bastión muy organizado.
Ahora ya queda sólo el castillo que, aunque está bien consolidado por estos últimos habitantes, hoy día pide más reformas para no ir cayendo en ruina progresiva.
Impresionado, me despido con el mayor respeto de esta preciosa fortaleza. Unos pasos fuera de él, me asomo entre las enormes peñas que lo cobijan, para ver el paisaje que se abre ante la vista allí abajo.
Por un lado el valle cubierto de rastrojo casi gris, a ambos lados de la carretera. Por el lado opuesto, entre matas de carrasca y sabina, el campo parece moverse en un baile lento hacia la cercana sierra.
Se me hace tarde, he de buscar un sitio
para comer y antes quisiera ver algo más por el camino. Bajo envuelto en
pensamientos misteriosos sobre otras épocas, otras vidas, otra historia… Fue
casi en la Era Glacial, cuando recién sacado el carné de conducir lo visité con
mi madre en el viejo Land Rover que teníamos para la finca. De ella he heredado
ese espíritu aventurero y curioso. Recuerdo cuando preguntamos en el pueblo por
el castillo a unos paisanos, la mirada de horror que nos echaron.
-Nosotros no
sabemos nada, sólo que viene una gente que se junta allí arriba de vez en
cuando. Por allí está el camino que sube.-Nos dijeron como asustados.
Hoy sigues
viajando dentro de mí, porque soy parte tuya, madre querida.
Y mientras disfruto del panorama así, con mis
pensamientos, llego junto a Minerva que me espera paciente.
Las horas van pasando y me dirijo sin más
pausa hacia la comarcal 110, dirección a Sigüenza, para desviarme antes primero
hacia Palazuelos y después hacia Carabias, donde quiero volver a ver la iglesia
del Salvador con su precioso pórtico en forma de doble galería.
Palazuelos es un bonito pueblecito rodeado de murallas. Tiene una hermosa plaza inclinada, una sencilla iglesia y un castillo palacial del siglo XV. Recorro el pueblo con curiosidad. La mitad está en cuesta lo que le hace original junto a sus bonitas calles con casas de piedra.
Me ha gustado mucho este pequeño pueblo amurallado, pero tengo ganas de
volver a visitar la preciosa iglesia del Salvador en Carabias y son casi las
tres de la tarde. Por fortuna Carabias está muy cerquita.
Aunque restaurada en el siglo XVI, la iglesia del Salvador conserva perfectamente su factura románica, con una de las galerías porticadas más armónicas y hermosas que he visto. Son las tres de la tarde y en Castilla se come temprano.
Hay en el pueblo un hotel con
restaurante, que aparece anunciado a la entrada con un cartel que dice que en
el restaurante se da servicio a cualquier cliente aunque no esté alojado allí.
Me acerco a preguntar si es posible comer algo, siquiera un bocadillo frío.
Cuando paso a la especie de salón recepción, veo en un sofá un hermoso perro
acostado, muy tranquilo. Espero a ver si sale alguien a atender y veo a un tipo
desgarbado, con mucha prisa que me dice en tono poco amistoso que hay un timbre
para llamar. No hago caso y le pregunto si es posible comer algo.
-¡Imposible!-me
responde en tono airado mirándose el reloj. Yo sin contestarle le vuelvo la
espalda y me voy. Me cuesta no saludar ni decir adiós, pero en este caso me
pareció de una prepotencia insultante e inadmisible el trato recibido.
Saliendo de nuevo a la comarcal 110 sigo
hacia Sigüenza, equivocado, porque debía haber cogido el sentido opuesto, pero
gracias a ese despiste, me cruzo con un
restaurante a la orilla de la carretera. El restaurante La Cabaña tiene pinta de rústico mesón donde
comer en condiciones. No me lo pienso y paro muerto de hambre. Son casi las
cuatro de la tarde y me apresuro a bajar de la moto y entrar.
Sin muchas esperanzas pregunto en la barra
y me dicen que si no me importa esperar. ¡Claro que no me importa! Tengo un
hambre de lobo y tiene pinta de comerse
bien aquí.
Bien saciado ya y agradecido por la
atención recibida a pesar de las horas que eran, me despido. Fuera me espera
Minerva. En seguida llegamos a Sigüenza y también me doy cuenta de que me he
equivocado. Para volver atravieso la vía del tren por una pequeña carretera que
me conduce a la salida de la población por la periferia y, de casualidad por la
local 126 llego casi sin darme cuenta a Guijosa.
Guijosa tiene una sencilla y bonita iglesia
románica y un bonito castillo palacial, es decir residencia de antiguos nobles.
Me gusta el encanto escondido del
entorno. Me paro a hablar con unos vecinos de edad. No viven ya en Guijosa,
pero cada vez pasan más temporadas aquí. Son varios y se ve que están muy
allegados. Aquí descansan del bullicio de la ciudad, de los hijos, de los
queridos nietos, que aunque alguna mujer del grupo recuerda que son una bendición, les dejan a veces sin energía y a estas
edades lo que apetece es tranquilidad.
Tomo alguna foto y vuelvo hacia Sigüenza
para atravesar de nuevo la vía del tren e incorporarme a la comarcal 110 ahora
ya sí, dirección a Atienza, rodeándola por la misma carretera como si fuera a
Aranda. Quiero visitar Santa Coloma en Albendiego. Sé que queda algo alejado, sobre todo porque
estas carreteras son rústicas, estrechas y sinuosas y además no conviene ir
deprisa anocheciendo, porque es muy fácil que se nos cruce un corzo de los muchos que hay por estos campos. Pero
no pienso volver al hostal sin visitarla, aunque queda poco tiempo de luz,
caprichos del otoño.
Poco después de dejar atrás Atienza, el
paisaje se va transformando tomando un color cada vez más denso, entre el ocre
del parcheado pavimento y de la tierra que nos rodea y el verde oscuro de los
pinos y de las sabinas. Un olor puro y penetrante se cuela a través de la
visera del casco que llevo abierto para disfrutar de la brisa del bosque que
atravieso. Mientras tanto la carretera va subiendo poco a poco de altitud. ¡No
recuerdo haber respirado nunca un aire más limpio!
Sé que muy cerca de mi destino están Campisábalos
y Villacadima, que pretendo visitar, pero hoy no me pillan de paso, pues las
horas de luz no se estiran. Bastante suerte tendré si llego a visitar Santa
Coloma en Albendiego con luz suficiente para disfrutarla. Así que iré ahora
Santa Coloma y ya anochecido regresaré al hostal y me acercaré mañana de nuevo
por aquí para visitar Campisábalos y Villacadima, que están muy cerquita los
tres pueblos.
Los kilómetros se van haciendo cada vez más
largos, lentos y pronto va a anochecer. Los corzos salen por cualquier sitio y
algunos cruzan corriendo o saltando la carretera ajenos al peligro Es su hora
de disfrutar el campo.
Con la última luz de la tarde llego a
Albendiego. Tomo el camino del cementerio. Una preciosa hilera de chopos
vestidos de hojas verdes y doradas me recibe saludando con la brisa entre sus
ramas a ambos lados del camino. Enseguida llego a Santa Coloma, que se yergue
tímidamente en un frondoso paraje apartado, rodeada de arboledas y silencio. Me
produce una honda impresión contemplar el conjunto de templo y paisaje fundidos
en un precioso atardecer.
Al llegar me encuentro frente al rústico campanario, pero la enorme sorpresa está rodeando la ermita, atrás, en el ábside. Lo inesperado de su gran belleza me produce gran sensación al verlo frente a mí, allí mismo integrado en el paisaje, sobre una gran alfombra verde casi cubierta de hojas doradas y bajo un cielo que va perdiendo intensidad.
Tiene el ábside unas impresionantes
celosías esculpidas en la arenisca, a modo de entradas de luz, que son únicas
en un templo románico de un entorno rural. Estamos solos Minerva y yo ante éste
milagro fusionado de hombre y de Naturaleza, de piedra y paisaje.
Respiro un aire que me reconforta por
entero. Por algo será que estamos cerca de Campisábalos, el pueblo con la fama
de disfrutar el aire más puro de toda la Península. El lugar irradia una
energía inexplicable que me hace inolvidable éste atardecer.
Está empezando a anochecer y me veo
obligado a regresar al hostal. Mañana volveré a visitar las vecinas poblaciones
de Campisábalos y Villacadima.
El hostal Rijujama es muy acogedor. Es
rústico y sencillo, con un hermoso jardín al que da mi habitación y donde
reposa Minerva por las noches. El cocinero es un buen profesional que, lo mismo
hace unas migas, un suculento asado, o una deliciosa hamburguesa casera. Y esa
vuelve a ser hoy mi cena con un par de cervezas exquisitamente tiradas. El
postre lo tengo en la habitación. Para mí es inexcusable llevar siempre algo de
fruta en mis viajes.
El hombre que lleva el hostal es también el
cocinero y es gratamente servicial y atento. Me siento muy a gusto. Los
huéspedes que bajan a cenar son educados y no arman jaleo, a pesar de que hay
un par de matrimonios jóvenes con niños en distintas mesas, pero los saben
mantener en su sitio. Los comensales hablan sin levantar la voz. Da gusto cenar
en un ambiente sosegado.
Después de cenar, subo a la habitación. Tras
tomar la fruta y darme una reconfortante ducha, me siento a escribir un poco
sobre el viaje, hasta que el sueño me puede y caigo dormido en la comodísima
cama.
JORNADA TERCERA
Con la primera claridad me despierto renovado. Tras organizarme, recojo todas mis cosas en las maletas y se las coloco a Minerva. Estoy preparado. Hoy dejo el hostal. Quisiera desayunar, pero es demasiado temprano y no puedo esperar a que esté abierto el bar.
Preparados para salir
Además, he
de alimentar a Minerva, que ayer por la noche venía casi en la reserva mientras
yo cruzaba los dedos porque no se parase en medio de la nada. Pero llegamos
bien y ahora mismo vamos hacia Jadraque, para repostar con el depósito más
vacío aún.
Desde Jadraque, seguimos por la comarcal 101
hasta tomar en seguida la comarcal 110 hacia Atienza, para rodeándola seguir la
misma carretera, como hicimos ayer, dirección Aranda de Duero. El paisaje
boscoso que atravesé ayer me vuelve a impresionar. Otra vez el aire ese tan limpio,
que parece que se respiran agujas finas y transparentes de hielo. Vamos
subiendo de altitud: 1100 metros, 1200 metros, según voy viendo en unos cartelitos
indicadores. El paisaje comienza a despejarse. Ahora parece que circulamos por
un entorno lunar o de otro planeta. Es hermoso el panorama. Aranda de Duero
queda a unos setenta u ochenta kilómetros y la provincia de Segovia mucho más
cerca aún. Esta parte de Guadalajara es una privilegiada en cuanto a paisaje e
historia. Es simplemente única, maravillosa.
Acabo de pasar por el desvío a Albendiego.
Pero hoy paso de largo. A partir de ahora el trayecto es nuevo para mí.
Campisábalos está cerca ya. Un inmenso cartel informa de un área de
interpretación del Mensario de Campisábalos a pocos kilómetros…
Campisábalos es un apartado pueblecito en
las estribaciones de la provincia, ya casi lindando con la de Segovia. Está
situado a una buena altitud, por lo que el clima y la vegetación son sobrios.
Cerca del pueblo crecen esparcidas masas de pinares. Estamos en una extensa
altiplanicie.
La sencilla galería, la torre, el ábside
semicircular sujetado por pilastras, que son los esbeltos pilares que lo
rodean, hacen de la iglesia de San Bartolomé un conjunto lleno de armonía.
Anexa está la capilla de San Galindo,
personaje sobre quien circulan distintas leyendas. Ambos edificios muestran
arcos lobulados en la entrada, lo que nos hace pensar en la influencia mudéjar.
San Galindo tiene adosado en la pared el famoso Mesnario de Campisábalos, que
nos hace recordar el calendario agrícola de la iglesia de Beleña de Sorbe que
ya hemos visitado. Pero aquél está hecho en forma de arquivolta y éste de San
Galindo se halla adosado a la pared, aunque también se lee de derecha a
izquierda. Está custodiado a la derecha por dos caballeros que aparecen
luchando a caballo, lanza en ristre, como en un torneo.
No vamos a explicar aquí la posible
simbología del conjunto, me encantaría poderla escuchar de boca de
Severino, un hombre mayor que ha hecho
durante los últimos años de guía local. Me gustaría conocerle y saber la
historia, la que realmente me interesa más, la de su vida, que debe ser
interesante.
Detalles dentro de la galería porticada.
Me
gusta escuchar a nuestros mayores, porque me sitúan en un mundo lejano, pero
real. Pero Severino no aparece. Así que después de admirar el conjunto, quiero
buscar algún sitio para reponer fuerzas. Aún no he desayunado. Saliendo del
pueblo veo un enorme aparcamiento presidido por un cartel que indica que
estamos ante el área de interpretación del mensario.
Por un momento dudo en parar, pues tengo
hambre y quiero encontrar algún sitio para saciar mi apetito. Pero para mi
sorpresa veo que junto al edificio que hace de museo hay una cafetería con buen
aspecto. Huele a café recién hecho. No me resisto, dejo a Minerva bien aparcada
y paso dentro. Me atiende una amable chica. Es la encargada de abrir el museo y
también de la cafetería. Le pido un café cargado y una tostada. Mientras me
repongo, me explica que hubo un alcalde que tuvo la idea de invertir en esta
especie de museo, para atraer al turismo, que por esta zona siempre ha sido muy
escaso. Tras escucharla atentamente la pregunto por Severino.
-Severino es
un señor al que siempre le ha gustado explicar el mensario y cuando podía abría
la iglesia y la capilla, pero…
Me estaba
explicando quien era aquél hombre que yo ya sabía, cuando pensé que me iba a
decir que se habría muerto. Pero ella siguió explicándome:
-Con el
“bicho” le dio miedo hablar con los visitantes que venían de distintas zonas,
por prevenirse del contagio, porque aquí
no llegaba la pandemia. Y dejó de enseñar el conjunto. Pero desde hace algún
tiempo, de vez en cuando si le ves y le parece bien te vuelve a explicar todo,
como antes. Eso sí, muy de vez en cuando.
Me pregunta si me interesa ver los vídeos
que hay en el museo sobre el pueblo, el entorno natural, la historia y por
supuesto, sobre el mensario. Afirmo con interés. Entonces me abre la sala y me
enciende el proyector, con unos vídeos muy interesantes, bien hechos e
ilustrativos.
La chica muy
maja y atenta, viendo mi interés, cuando ya estaba yo a punto de salir me dijo
que había visto al señor este paseando cerca. Y que a veces pasaba a tomar
café.
-Si quieres
darte una vuelta y volver a ver si está, o si te quedas un rato por aquí yo te
aviso.
Se lo agradecí, pero le dije que tenía
muchos sitios que visitar e iba con el tiempo ajustado.
Al salir de Campisábalos, giro a mano
izquierda al incorporarme a la carretera. Voy muy atento, porque sé que mi
próximo destino que es Villacadima está cerca y pronto tengo que ver el
desvío. Pero pasan los kilómetros uno
tras otro, hasta entrar en la provincia de Segovia.
-¿Me habré
pasado el desvío? ¡Pero si he ido muy despacio y muy atento!
Sí, ya sé que estamos en la provincia de
Segovia, que pertenece al país que más suspende en señalización. Y es que
Villacadima es un pueblo tan pequeño y casi deshabitado, que “¿Para qué señalizarlo?,
¿Qué forastero va a ir a visitarlo? Y los dos o tres habitantes que quedan ya
saben el camino”. Éste tipo de desidia pública hace perder mucho tiempo al
viajero.
Hay un desvío a otro pueblecito, que se
llama Grado del Pico. Me meto hacia allí para preguntar. Grado del Pico está
protegido por una impresionante montaña, alta y extensa. Se encuentra
acurrucado en un valle, rodeado de una espectacular belleza. Lo grabo en mi
corazón para la próxima.
Mucho antes de llegar, veo una familia
joven vestida para hacer senderismo, con la barrita de apoyo y gorritos para el
sol y el frío. Les pregunto, pero no conocen los pueblos que se salen de su
límite provincial. Sin embargo me aseguran que por la dirección que iba antes
de desviarme, no estaba Villacadima, seguro, porque no les sonaba.
Agradecido
por su atención, doy la vuelta y me meto en el primer desvío sin señalizar, al
poco de entrar de nuevo en el límite provincial de Guadalajara. Ahora voy por
un pequeño camino asfaltado. Al cabo de escasos kilómetros veo cuatro casas
agrupadas, de piedra y según me acerco aparece lejana la pequeña iglesia.
Cuando llego al pueblo, un cartel medio desgastado por el sol y el aire me
indica: Villacadima. ¡Hemos llegado!
Villacadima está prácticamente despoblada.
El caserío, en ruinas, rodea la recoleta iglesia de San Pedro, del siglo XII,
parcialmente reformada en el siglo XVI. Es bonita, sencilla y acogedora y tiene
un recinto flanqueado por un hermoso arco de medio punto incrustado en un
lienzo y un precioso arco lobulado bajo las arquivoltas de la entrada a la
iglesia.
El pequeño pueblo me gusta mucho. Está
rodeado de un paisaje algo desolador, pero al tiempo cargado de intimismo y
poesía. Recorro las derruidas y
solitarias calles y casas. Algo hay en el ambiente que me da muy buenas vibraciones.
No puedo entretenerme mucho porque el día
avanza y la pasada madrugada adelantaron la hora, la mezquina costumbre de
todos los años, con lo que dispongo de una hora menos de luz y mucho por ver
aún, antes de emprender el largo camino de vuelta a casa.
He de regresar desandando el camino,
dirección de nuevo a Atienza. Después seguiré hacia Sigüenza que he de
atravesar para llegar a Alcolea del Pinar y por la autovía, en un par de
kilómetros me desviaré a ver la preciosa iglesia románica de La Asunción, en
Saúca.
Al pasar por Sigüenza lleno el depósito de
Minerva hasta arriba, porque más adelante no sé dónde podré volver a repostar
por esas carreteras perdidas. Y en la misma gasolinera compro pan y una
cerveza, pues aprovechando que llevo algo de jamón y queso, voy a comer de
camino, donde me pille, pero esta vez al aire libre.
Castillo de Sigüenza a lo lejos.
Panorámica de la catedral de Sigüenza
La iglesia de Saúca tiene galería porticada a dos vertientes, como algunas de las que hemos visitado en este viaje. Esto las hace más amplias y luminosas, cuando los duros días del invierno los vecinos se reunían dentro de ellas cobijados de la lluvia, la nieve o el viento, para tratar asuntos municipales, también donde se hacían los mercadillos con mal tiempo o jugaban los niños cuando las nieves duraban semanas y no se podía jugar en las calles.
Pero aquellos niños eran respetuosos. Acabo de llegar y en una explanada que
tiene como “pared” las columnas de la galería hay unos niños pegando fuertes y
compulsivas patadas a un balón. Una madre les dice en voz baja y avergonzada al
verme a mí que acabo de parar al lado la moto:
-¡Niños!,
cuidado con la moto.
Me preocupa que Minerva reciba un balonazo,
pero me siento airado pensando en lo poco que les importa a esa gente poder
dañar alguna columna de un templo que está ahí desde hace mil años en su propio
pueblo.
Hay educación para todo el mundo. Pero unos
la toman, otros no. No, no somos todos iguales, no seamos demagógicos.
Afortunadamente los pequeños salvajes se
van pronto, aburridos de hacer el indio y yo puedo disfrutar a solas del
entorno y admirar los capiteles finamente esculpidos de las columnas.
Pero tengo mucha ruta por delante,
carreteras sinuosas perdidas en ningún sitio conocido y mal señalizadas.
Entro en la autovía de nuevo, desde el desvío de Saúca y unos
kilómetros después me desvío por la nacional 211. Voy dirección a Molina de
Aragón, aunque antes me desviaré cerca de Milmarcos, por la local 2107 hacia
Tartanedo.
La carretera local 2107 es digna de un cuento
de hadas. Está casi toda flanqueada de
continuos bosques de sabinas y de robles. Es muy sinuosa y estrecha, por lo que
vamos sin prisa, disfrutando del bosque que nos acompaña. Pero al ir al ritmo
lento, parece como si nunca fuéramos a llegar a ningún sitio.
Pasado el desvío de Tartanedo y siguiendo
la misma trayectoria que traemos, veo un mentiroso cartel que anuncia: Ermita de Santa
Catalina 8 Kms.
Carteles de España, ¡Cuánto tiempo me
habéis hecho perder toda mi vida!
Cuando llevo dos o tres kilómetros, pasado el
cartel, veo un rústico cartelito terminado en punta de flecha, hecho a mano con
el que alguien se ha tomado la molestia de indicar: Santa Catalina. Ermita del
siglo XII.
“¡Gracias
anónimo y altruista informador”, pienso mientras paso sin querer de largo el
desvío que señala el cartel de tablas. Unos cientos de metros más adelante
consigo dar la vuelta y despacio para no pasármelo de nuevo, salgo de la
carretera por donde se indica.
Por un corto sendero que sube hacia el
monte llego enseguida a la preciosa y solitaria ermita.
Santa
Catalina aparece medio escondida entre sabinas en la falda del monte. Fue la
iglesia del desaparecido Torralvilla, población que hubo aquí hasta el siglo
XVII, en que fue misteriosamente abandonada.
Estamos en el término de Hinojosa. La misma
Hinojosa (Finojosa) que cantaba don
Íñigo López de Mendoza, el famoso poeta del siglo XV conocido como Marqués de
Santillana, en una de sus famosas
Serranillas. En este poema nos cuenta cómo se enamoró de una vaquera que por
aquí apacentaba su ganado y esta le dio calabazas.
Mientras me acerco al templo me parece
escuchar una voz grave y armoniosa que recita ese cantar:
Moza tan fermosa Faciendo la vía En un verde prado Non creo las rosas non tanto mirara Bien como riendo, |
Santa
Catalina está situada en un plácido lugar, como apartada del mundo. Según me
voy acercando me siento profundamente conmovido. Tenía unas enormes ganas de
llegar hasta aquí. Y aquí estoy en un lugar telúrico, rodeado de esa magia
especial que no se ve, pero se nota. El edificio hecho de sillar calizo, está
bastante restaurado desde hace algunos siglos. Eso se nota en el sillarejo y la
argamasa del lado opuesto al que entramos, es decir, hacia el final de la
galería. Esta es simple, a una sola vertiente frontal, aunque tiene dos arcos
laterales, de entrada y salida. Las columnas de la galería están finamente
talladas. Y en los canecillos superiores bajo la cubierta hay interesantes figurillas.
Son las tres de la tarde y tengo hambre.
Sentado respetuosamente entre dos columnas de la galería, almuerzo lo que
llevo. En una bolsa echo todo lo que tengo para tirar. Cuando pase por Molina
lo echaré a una papelera. No quiero dejar huella de mi paso por aquí, quiero
dejarlo todo igual.
Detalle grabado en la piedra
Me siento pletórico en este lugar, cobijado por la ermita de piedra, dominando desde lo alto la carretera que serpentea allí abajo, medio escondida entre las sabinas y los robles. No pasa nadie por esta carretera.
Una vez saciada mi hambre, subo a ver si
veo algún resto del antiguo pueblo, que está en el somonte, más arriba de la
iglesia. Pero no veo más que una especie de cabaña derruida de piedra y
argamasa antigua, no sé si tan antigua como era el desaparecido Torralvilla.
Más adelante, el matorral se abre como en una gran plaza con pavimento de
piedra. Parece un suelo natural. Pero fijándome más, veo unas líneas de piedra
paralelas a distancia de un metro entre las dos. Me parece mucha casualidad el
que sea una formación natural y deduzco que sería la base o planta de una
vivienda, de una calle, o de una plaza.
Me asomo más allá, por la vertiente opuesta.
Hacia abajo se descubre un agreste paisaje de bosque, matorral y piedra. Y más abajo, en la ladera
del monte hay un tapial. No sé si será de la época en que existía Torralvilla.
Volveré.
Quiero visitar un bonito castillo musulmán
del siglo X que está a pocas leguas de Molina, pero la posición del sol me
indica que el tiempo se acaba. Aún tengo que llegar a Molina de Aragón para
tomar el camino de regreso a casa. Estoy lejos.
Fortaleza de Molina de Aragón desde la carretera
A punto de anochecer llego a Molina, donde
tras perderme nuevamente por sus calles, consigo encontrar la salida
hacia la comarcal 210 dirección Poveda de la Sierra. Nada más dejar atrás
Molina, la carretera comienza a serpentear en elegantes curvas y el paisaje nos
envuelve como en un escenario mágico.
Estamos atravesando un paisaje cambiante por
momentos con unos matices cada vez más intensos. Desde las onduladas parameras,
la carretera va atravesando valles y barrancas cada vez más ricas en
vegetación, hasta convertirse en extensos pinares serranos, a la altura de
Poveda. Aunque queda poca luz, puedo disfrutar del maravilloso paisaje que cada
vez se cierra más sobre la estrecha carretera.
Estamos en pleno parque natural del Alto
Tajo, en las estribaciones de la serranía de Cuenca. De pronto la carretera se
desmorona por trozos, convirtiéndose en peligrosos tramos de gravilla suelta.
En ese estado, aminoro bastante la velocidad, ya de por sí lenta que llevaba,
por los animales que salen a estas horas y que pueden cruzar en cualquier
momento.
En esos momentos se me viene a la cabeza la
duda de a dónde van a parar nuestros impuestos, o la monumental fortuna que
cosechan los radares de la DGT. Ya lo sé. Desde luego sé a dónde no van.
Bajando ya, por tierras de Huete, tomamos la comarcal 310 hacia la llanura manchega. Tengo que volver a repostar. Es domingo y últimamente la
mayoría de las gasolineras las cierran por la tarde. Al final consigo encontrar
una abierta. Dentro de una hora espero estar ya en casa, dejar tranquila a
Minerva y descansar del viaje. Es de noche cerrada desde hace casi hora y
media.
Ya más entrada la noche llegamos a casa. Con
una sensación agridulce por lo largo que se ha hecho el camino de vuelta ya anochecido. A pesar
del poderoso haz de luz que lanza el faro redondo de Minerva, no me gusta nada
pilotar de noche. Es peligroso porque hay demasiado animal suelto.
Minerva descansa en su cochera. Y yo también. Ahora no puedo pensar con claridad, pues se me amontonan las vivencias de estos días, revolviéndose en la mente. Cada vez que hago un viaje de este tipo por mi querido país, me vuelvo más apasionado de él, más del terruño, más paleto, si se quiere. Ya sabemos que hay paisajes mucho más exuberantes y monumentos mucho más destacables en otras partes del Mundo. Pero no siento especial atracción por lo que no forma parte de mi cultura, por interesante que sea. Por supuesto que he viajado fuera de España en distintas ocasiones.
Pero siempre he preferido "malgastar mi tiempo" visitando rincones inéditos, o apartados, de nuestro país, porque me llevan a un estado de imaginación y poesía contemplativa especial al que no consigo llegar visitando lugares foráneos. Así es uno.
Mañana será otro día.
Qué grandes recuerdos me traes de mis andaduras por esta provincia. El carácter de estos castellanos es como su clima, pero luego son buena gente, ya creo que lo has advertido, aún me estoy riendo.
ResponderEliminarYa te tengo fichado, que no sabía que también le dabas a la tecla. ¡Nos leemos!