miércoles, 16 de noviembre de 2022

LA CRUZ Y LA ESPADA: ENTRE ERMITAS Y CASTILLOS. ROMÁNICO POR LA PROVINCIA DE GUADALAJARA

    Apreciada persona que lees esta historia. Te recomiendo que pongas antes de empezar esta música para que acompañe tu lectura y esta esté mejor ambientada. Se te abrirá en una ventana emergente que puedes minimizar para escuchar la música y leer la historia al mismo tiempo:  https://youtu.be/Bng6P118R48    (Gracias a  On Period Instruments)    


                        

                         JORNADA PRIMERA

 

    Es otoño y pese a la sequía, todo sigue su curso, porque en la Naturaleza no hay esperas. He salido del trabajo al mediodía y Minerva está en la calle, cargada hasta las trancas, aparcada bajo el sol templado. ¡Vámonos de aquí, Minerva, la tras sierra nos espera, allá arriba entre las tierras del Tajo y del Duero!

    Se suele llamar tras sierra a los territorios que fueron repoblados   durante los siglos XII y XIII entre los ríos Duero y Tajo, junto a la Sierra de Pela, tras ser reconquistados a los musulmanes. Estas tierras fueron otorgadas a pobladores castellanos para ser habitadas y cultivadas, la manera más económica y eficiente de crear una potente frontera, ya que ¿Quién no defiende lo suyo? Lo suyo, que en realidad seguía rindiendo pleitesía a su señor.

    En la Historia hay tantas versiones como divulgadores. La versión actual, de moda entre los estudiosos, es que a partir del año mil se esperaba el fin del Mundo y al no haber sucedido, se quiso dar gracias a Dios construyendo iglesias y castillos. Pero si se piensa con lógica, es más convincente pensar  que las iglesias y castillos fueran una forma de delimitar las fronteras de lo rescatado por los cristianos peninsulares, instaurando así el nuevo poderío castellano.

    Llevamos un buen rato de ruta cuando terminamos de rodear Madrid y cogemos la autovía de Zaragoza rumbo al norte, ya que más delante de Guadalajara nos desviaremos hacia nuestro variado destino.       

                                       


  

    Me gusta cuando voy en moto evitar autovías, metiéndome por carreteras que pasan por pequeñas poblaciones, que atraviesan lugares desconocidos, riachuelos, valles y arboledas, pero estos días anochece pronto y quiero aprovechar la tarde, así que no paro hasta coger el desvío que me lleva a Jadraque. Mientras tanto voy pensando en todo lo que me queda por ver y disfrutar.

    Tras unos cuantos kilómetros pasado Guadalajara, paramos a repostar. Buscando Puebla de Beleña, encontramos el desvío a Jadraque, que ya está cerca. Lo primero que hacemos al toparme con el castillo es subir  una enorme rampa para acercarme más, hasta llegar a  una cadena que impide el paso a vehículos.

    El castillo de Jadraque desde esta perspectiva, parece medio abandonado, pese a la fama que tiene, por ser un destino dominguero de muchos madrileños que buscan evadirse sin irse muy lejos.  


                                        

    Debió ser una interesante fortaleza altomedieval, si bien su actual factura data del siglo XV.

    Hace calor, a pesar de ser casi noviembre y tengo hambre. El castillo me ha gustado, pero no me ha emocionado.

    Abajo, en el pueblo me indican un restaurante en el que puedo comer buenas raciones caseras. Se llama Justi y, aunque el dueño parece seco, algo típico en algunos pueblos castellanos, resulta atento y eficiente. Me da bien, muy bien de comer; me sirve un moje de tomate y atún aderezado con un buen aceite de oliva y un plato con huevos fritos, patatas  y un bacalao rebozado exquisito. Todo casero, muy bueno, aunque no es especialmente barato.

    Mientras disfruto de un delicioso café, miro en mi plano unas indicaciones y ya repuesto sigo rumbo a Beleña de Sorbe.

    Como ya sabía de otras veces, las carreteras de esta zona están llenas de curvas perfectas para disfrutar en moto y rodeadas de paisajes arcaicos y hermosos. Parece que se toca la Historia, a través del aire que se desliza sobre la moto y sobre mí.

    Escondida, tímida y coqueta aparece Beleña de Sorbe. La iglesia románica de San Miguel me deja sin palabras cuando de pronto aparece ante mí con esa galería porticada que enamora. Nueve arcos de medio punto y uno mayor en el centro, dan paso a la majestuosa arquivolta esculpida de la entrada.

                                              


     En ella aparecen las actividades cotidianas en el entorno rural, durante los meses del año. Pero estos se interpretan de derecha a izquierda,  como cuando se lee un escrito musulmán, lo que nos hace sospechar de una posible autoría de musulmanes conversos.

                                       



    En los capiteles de las dos columnas laterales veo algunas escenas bíblicas, como la de las tres Marías visitando el sepulcro vacío ya de Jesús. Es increíble el poder que tenían esos artesanos para hacer hablar a las piedras y que esto lo admiremos mil años después.            También, parecen gritar las caras asustadoras y grotescas de los canecillos exteriores del templo.

    Mirando por encima de la iglesia, atrás veo los lienzos del derrotado castillo, allá arriba y subo por un sendero mal trazado entre las rocas del monte. La preciosa panorámica me impresiona. Aquí se respira antigüedad, leyendas en el aire y mucha pasión.

                                             


    Pero está atardeciendo y quiero visitar Pinilla de Jadraque y su iglesia románica de La Anunciación con su galería porticada a dos lados.

     Antes de salir del pueblo veo un camino que parece llevar al bonito puente medieval sobre el río Sorbe.

                                             


 

     Bajando de lo que queda de castillo, por un estrecho camino de hormigón que sale del pueblo, me meto en él con Minerva hasta que termina ante un camino pedregoso sobre la empinada cuesta en un barranco… Ya no hay opción, no tengo espacio para dar la vuelta con mi moto de doscientos cincuenta kilos cargada hasta arriba y he de bajar como sea por este camino estrecho y deformado, lleno de piedras y profundas hendiduras. No tengo gran experiencia en este tipo de trances, así que me encomiendo a lo Divino, respiro hondo para tranquilizarme y bajo como puedo, con mucha suavidad, dejando ir  la moto y ayudándome con el freno trasero sin forzarlo. Minerva culea y se desliza lateralmente un poco de vez en cuando,  entre las piedras y roderas del destrozado camino, pero es una máquina noble, confío en ella, sólo va buscando apoyos mientras descendemos. Intento no ponerla nerviosa, y la dejo fluir sin agarrotarme…

    Al bajar descubro que el camino no va al río, sino que unos metros antes había un estrecho sendero casi escondido entre la hierba justo donde acababa el hormigón, que conducía directamente al puente medieval. Pero me niego a volver y subir la misma cuesta de nuevo, así que decido continuar el camino. Éste me lleva por un bonito valle entre amplias fincas rodeadas de hileras de chopos  vestidos con una gran gama de colores otoñales, hasta que finalmente, tras legua y media salgo a la carretera, mucho más atrás de Beleña.

    Soy terco y a pesar de las horas que son ya, sigo decidido a ir a Pinilla de Jadraque, pero no veo ni de casualidad ningún desvío al pueblo, pese a que sé que estoy muy cerquita.

     Aquí las carreteras son muy pequeñas y locales y en muchas de ellas apenas hay señalización. Voy despacio, muy despacio…hasta que por casualidad… ¡Llego a Matillas, donde tengo reservado mi hospedaje de estos días! Y es que me gusta ir como los antiguos viajeros, de cuando no existían las aplicaciones de internet, no quiero usar un programa informático que me descubra la magia de la ruta. Es tarde ya y desisto por hoy. Estoy cansado, la noche anterior dormí poco y ahora necesito descansar. Mañana será otro día.

    Tras descargar las maletas y llegar a la habitación donde descanso un poco y me organizo, salgo a estirar las piernas y a conocer un poco el pueblo, pues tantas horas en la moto casi sin parar, acaba cansando las rodillas.

    Matillas es un pueblo construido en los años sesenta del siglo pasado, alrededor de la fábrica de cementos El León, hoy en día en desuso.  Está ubicada cerca de la vía del tren. A poco más de un kilómetro está la vieja Matillas, la pequeña población hoy en ruinas, en la que aún sigue en pie, a punto de desmoronarse, la sencilla torre de su iglesia. La silueta en lontananza parece un viejo fantasma que invita a la reflexión. Las gentes del pequeño pueblo se fueron trasladando progresivamente hacia la nueva fábrica, merced a la oportunidad de trabajo que esta les otorgaba y, al final tanta vivienda nueva, se convirtió en crisálida de una nueva población, viéndose progresivamente abandonada la vieja Matillas. Cosas del destino.

    Al salir del hostal, el único que hay en el pueblo, paseando veo un edificio original, con aspecto de torre, entre antigua y moderna. Está al fondo de la plaza de lo que creo es el Ayuntamiento. La plaza está bien iluminada por unas coquetas farolas. Me acerco al edificio y veo que es una iglesia, moderna, de ese tipo de fábrica de la época franquista. A pesar de ser de un estilo ecléctico, me parece bonita por su originalidad y su planta como de castillo. Una mujer de edad madura me ve asomándome a la puerta, que está cerrada.

                                               


-Es una iglesia, ¿verdad?

- Sí señor, la iglesia del pueblo- me responde orgullosa.

    Me paro a hablar con ella, para saber algo más del pueblo. Me cuenta lo de la vieja fábrica, también que la mayoría de la población son ya jubilados, que la agricultura por allí es escasa y de ganadería queda poco. Pero sin embargo hay gente que ha restaurado la casa de los padres o de los abuelos para pasar temporadas. Me alegro enormemente, porque este es un pueblo de reciente historia, pero con encanto. No tiene monumentos, ni casonas señoriales, pero las casas están bien hechas, a diferencia de otras poblaciones de la época, cuyas viviendas son tristes barracones para los obreros. Matillas tiene algo que acaba gustando.

    De vuelta al hostal veo una enorme y preciosa moto de los años ochenta aparcada en  frente, cerca del apeadero del tren. Es una vieja BMV con el faro cuadrado, que era lo que se llevaba en la época. Tiene un carenado envolvente. La estoy mirando cuando veo salir del hostal a un hombre joven poniéndose un casco totalmente blanco. Le pregunto intrigado si la moto es suya y me dice que sí.

-Es una vieja rutera que nunca me falla. Por lo que veo te gustan las motos.-me responde.

-Pues claro. He venido en moto a recorrer las ermitas románicas de la zona.-le digo yo.

    Entonces me sonríe con cara de satisfacción y me indica un montón de ellas, que yo conozco bien sobre el papel y tengo intención de visitar. Le cuento que me he perdido por esas carreteras rotas buscando Pinilla de Jadraque.     Entonces me indica la ruta. Veremos si soy capaz de llegar mañana. Paco me da la impresión de ser una persona muy positiva y alegre, además de buen conocedor de la zona. Me habla de Severino, que es el hombre mayor que enseña y explica el monumento de la capilla de San Galindo y la anexa San Bartolomé en Campisábalos, junto con su mensario, es decir el calendario con las tareas del campo que tiene adosado la pared en preciosas esculturas. ¡A ver si tengo suerte y conozco a Severino!

    Estoy cansado. Me despido de Paco y entro en el hostal, tengo ganas de ducharme y bajar a cenar algo. Me ha advertido Paco lo bien que cocinan cualquier cosa en el hostal. Y a mí viajando se me despierta el apetito.

    La carta del hostal es muy variada, puedes comer platos típicos,  raciones o unas deliciosas hamburguesas caseras, que es lo que yo elijo. Está riquísima. Después de cenar me encuentro muy bien y subo a la habitación. He de consultar algunos detalles para la ruta de mañana y también hago un breve resumen del día de hoy, que ha sido intenso. Mi habitación es acogedora y da a un bonito jardín, la cama es cómoda y me rodea el silencio absoluto, que sólo se interrumpe brevemente cuando sube algún huésped a su habitación. Para mí todo ello es el lujo auténtico. Me siento muy a gusto en este sencillo pero cálido hostal. El personal, que es el dueño, parece distante, sin embargo se desvive por atenderte lo mejor posible, siempre con una amable sonrisa.

    Mañana tengo un día de variadas rutas porque tengo por delante un esparcido ramillete de lugares para visitar. A pesar de la ilusión, el sueño me vence y caigo en la cómoda cama, durmiendo como un bendito…

 

                           JORNADA SEGUNDA

 

     Amanece una clara y fresca mañana, alegrada por mil cantos de los pajarillos que hay en los árboles del jardín. Me siento completamente repuesto, nuevo, dispuesto a continuar mi pequeña aventura. Después de prepararme  y organizar mis cosas cargando a Minerva con lo estrictamente necesario y de tomar un frugal desayuno, salimos del jardín del hostal dispuestos a visitar de una vez por todas, Pinilla de Jadraque y su preciosa iglesia románica.

    Para ello sigo la dirección de Jadraque, por donde tomando la comarcal 101 voy camino de Medranda, desviándome por la local 159. Durante estos recorridos entre Matillas y mis diversos destinos, he de cruzar varias veces la vía del tren, lo que le da al viaje un aire arcaico, pues ya son cada vez menos los pasos de tren que cruzan las actuales carreteras, y esto me resulta divertido, pues le da un aspecto “retro” al viaje, que me encanta.

    Medranda es un pueblecito muy acogedor, enclavado en la generosa vegetación que fluye del recoleto río Cañamares. La avenida principal es todo un parque amplio, rodeado de un agradable paseo. Junto a la carretera me sorprenden unas bonitas esculturas a tamaño natural, de personajes históricos como El Cid y su esposa Doña Jimena y literarios como Don Quijote y Sancho, además de otros personajes. Parece que están hechos en madera. A la vuelta de Pinilla me pararé a verlos más despacio. Me alegra pensar que queden artistas en estas pequeñas poblaciones.

                                





                          


    A pocos kilómetros llego de nuevo a la zona fluvial del Cañamares, donde me detengo antes de cruzar el pequeño puente de hierro que cruza el río para entrar a Pinilla de Jadraque. El paisaje es un precioso valle rodeado de arboledas de chopos y álamos blancos.

                                  


                                 


 

    La iglesia de La Anunciación es un sencillo templo porticado: La mayoría de los capiteles de las columnas de la galería exterior ostentan motivos vegetales excepto algunos con sorprendentes tallas de escenas bíblicas.

                                        

       


                



    En una época en la que saber leer y escribir era un limitado privilegio, la escultura de capiteles, arquivoltas y canecillos de estos templos eran toda una lección de catecismo, pues las imágenes contaban los hechos más destacables del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como nos presentaban las figuras del bien y del mal en forma de ángeles o demonios. Como en un comic, muchas de estas representaciones nos hablan gráficamente de actos lascivos hijos del pecado para prevenirnos de él, o nos presentan al diablo prisionero bajo las vigas que sujetan el armazón superior de la iglesia, para que lo reconozcamos sin caer en sus garras.

     

             

  

           

             

           


                


             

     Salgo de Pinilla de Jadraque con buen sabor y al mismo tiempo con ganas de más. Ahora arrancando a Minerva, nos vamos de vuelta, haciendo una pequeña parada para ver al detalle las estatuas de Medranda. Espero que sigan allí expuestas muchos años. Desde aquí doy mis anónimas gracias a su artista creador por regalarnos la vista con algo tan bonito.

   Aunque hemos salido temprano el tiempo se me escapa entre los dedos, como si fuese el agua de una fuente llenando las entrelazadas manos para beber.

                                     


    Nuestro próximo destino es la iglesia de San Andrés de Romanillos de Atienza. Para ello tengo que pasar por la villa y fortaleza de Atienza, que he visitado muchas veces, pero hoy voy a subir hacia el castillo para ver las antiguas murallas musulmanas y la interesante iglesia románica de Santa María del Rey, que está anexa al cementerio. Me interesa ver de cerca su imponente torreón, recio y soberbio, dominando el valle desde el cerro y también las arquivoltas de las dos entradas opuestas en ubicación y en estilo.

       


            




         

    Santa María tiene una entrada, la menos principal con un arco de medio punto, casi deprimido en el que parece leerse inscripciones que pueden ser musulmanas o hebraicas, no se distingue con claridad la huella deteriorada sobre la vieja arenisca.

                         


 En cualquier caso, pudiera ser un resto de una anterior sinagoga o mezquita, o quizá una inscripción decorativa en la que se hagan referencias a Alá, pueden ser tantas cosas, pero no me gusta dogmatizar sobre algo que no está absolutamente claro, así que lo dejo para la imaginación de cada cual. Con esa nunca me equivoco.

                                  


    Rodeo la muralla del cementerio para acceder por éste a la entrada principal del templo. Cuando entro me horroriza un fuerte hedor que afortunadamente vuela con la brisa y acelero el paso para acercarme a observar las arquivoltas de la entrada principal. Son seres con aspecto de dignatarios del clero y la  nobleza, estupendamente esculpidos.

                

 Mirando estos personajes me viene a la memoria los esculpidos en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela y me sale un reproche del fondo de mi pensamiento: “Tantas gentes que fuisteis lo que vos os creíais: importantes, ¿No pensábais jamás en el escaso valor de vuestro orgullo frente a Dios y a la eternidad?” Y me empezó a fluir sin pretenderlo la copla catorce de Jorge Manrique:

“Estos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas.
Así que no hay cosa fuerte,
que a Papas y Emperadores
y Prelados,
así los trata la Muerte
como a los pobres pastores
de ganados.”

 

    Con agrio sabor abandono Santa María y me alejo de Atienza, buscando el desvío que me lleve a Romanillos.

    Para ello bajo el carreterín y por un evocador paisaje desolado, típico de las parameras castellanas, sigo la carretera provincial 154 para al poco, desviarme por la local 145.

    San Andrés, en Romanillos de Atienza tiene la galería con los arcos tapados, es una pena ver los destrozos que nuestra sociedad hace en ocasiones del talento pasado.

                     

Uno de los capiteles muestra  dos ocas enlazadas. La oca en la simbología antigua siempre ha representado el bien, o la custodia de este frente al mal. Es conocida la fama de guardianas que tienen las ocas, que defienden su propiedad, intimidando con movimientos amenazantes y fuertes graznidos a los extraños que pasan por el lugar donde ellas pernoctan. Lo que no entiendo es el detalle de las ocas enlazadas. Quiero pensar que simplemente están jugando o descansando juntas, preparadas para lidiar contra el mal, dando sensación de que estamos a salvo al entrar en este lugar sagrado.

                              


    Hay unos niños jugando en la plaza del pueblo. Han dejado sus bicicletas en el suelo, frente a la maravillosa iglesia y se han agrupado en un rincón de la plaza, subidos a no sé qué artefacto de hierro, donde disfrutan de su mutua compañía, entre risas y bromas. En un principio me fastidia ver tanta bicicleta tirada allí, junto a la iglesia. “Me fastidian la perspectiva esos trastos, para las fotos y el pequeño reportaje que quiero hacer, podían ponerlas en otro sitio, con lo amplia que es la plazoleta, vaya críos”- pienso contrariado, pero al instante se me repite la expresión última: “vaya c r í o s”. 

   Pues eso, unos críos jugando en la plaza del pequeño y casi despoblado pueblecito de sus abuelos, de sus tíos, de sus antecesores en todo caso. Tienen más derecho que yo a disfrutar su plaza, jugando y riendo sin molestar a nadie. Entonces pienso que es una bendición para estos pueblos que sus descendientes todavía se acuerden y vuelvan cada año a visitarlo, que los niños vuelvan como antaño a jugar en sus calles. Estos pueblos adolecen de niños y durante los larguísimos meses del curso invernal, rebosan soledad y tristeza. Me gustan estos pueblos casi olvidados, porque la gente que me encuentro en ellos no son simples turistas, sino familiares que muy de vez en cuando retornan a sus orígenes.

    En un par de minutos mi pensamiento gira y exclamo para mí mismo:” ¡Benditos niños que tenéis un pueblo al que retornar!”. Entonces se me ocurre la idea de colocar a Minerva delante de las bicicletas, tapándolas en diagonal  y compruebo con satisfacción que si me agacho puedo hacer una bonita foto de la iglesia tapando con Minerva las bicicletas esparcidas por el suelo. Así que me acerco a los críos y les pido que me hagan una foto. Ellos encantados vienen hacia mí pendientes de mis instrucciones. Una niña con cara de ser muy avispada es  la que elijo como improvisada fotógrafa y la explico cómo quiero que la moto tape sus bicis. Me coloco junto a Minerva para la foto y la chica me hace una bonita y acertada foto.

                         


    ¡Gracias chiquilla! Vuelven a su mundo como si no les hubiera interrumpido. Siempre hay que creer en nuestros congéneres, al fin y al cabo nos tenemos los unos a los otros. La Humanidad es algo general y como todo, tiene sus brillos y sus escorias. Pero no hay tanta maldad como pretenden mostrarnos muchos medios informativos bajo intereses políticos. El ser humano, como casi todos los mamíferos, estamos hechos para cooperar y avanzar como sociedad, aunque la nuestra actual es acomodaticia y cada vez menos luchadora y más conformista, por ende, más manejable. Pero eso es otra historia.

    Veo algunos paisanos y un ambiente acogedor y sereno esta mañana en Romanillos. Me voy contento.

    Quiero subir al castillo de la Riba de Santiuste, un monumento cargado de historia y de leyendas fantasmales, que además luce una esplendorosa figura recortada contra el encrestado pedregal del monte y el cielo tamizado de nubes aborregadas.

                                  

    Sobre el castillo hay dos leyendas: La primera y más antigua se refiere a una mujer que acompañaba y atendía a la soldadesca, que un día fue brutalmente asesinada entre los adarves del castillo, quizá por celos o vaya usted a saber, apareciéndose desde entonces su figura o escuchándose sus lamentos a quien se atreve a romper la soledad del castillo. La segunda leyenda es según dicen más actual y quizá más artificial. Cuentan que la hija de un caudillo cristiano que cedió sus encantos a un supuesto amante musulmán, fue descubierta por su padre, quien en un ataque de furia la degolló, suicidándose después. A la pobre víctima la han bautizado con el nombre de Manuela y según se dice se aparece o se la oye sollozar al amanecer en uno de los pasillos del castillo. El caso es que han ido varios medios de prensa a “investigar” las supuestas apariciones.

    Pero para mí lo más sorprendente es que este castillo fue sede de una organización neo medieval de corte casi castrense. Por ello, las paredes del castillo ostentan escudos medievales referentes a Castilla. También queda lo que parece que fue una sala de juntas con una buena chimenea. El castillo está bastante restaurado, en gran parte por dicha organización, aunque se hace muy patente el abandono en el que está sumido.

     Riba de Santiuste es un pueblo muy coqueto hecho con abundante piedra caliza. También hay familias con niños que son descendientes de aquí. Me meto con Minerva por el centro y ya casi saliendo, unos chavales a quienes pregunto me indican cómo subir al castillo.

-Pero con la moto no puedes subir, porque han puesto una cadena en el camino, al pasar el puente.-me advierten sensatos.

     Después siguen jugando como si no me hubieran visto y yo sigo hacia el puente medieval, que está hecho de grandes sillares de piedra caliza con tonalidades ocres y azuladas. El puente es rústico y elegante a la vez, una pequeña joya perdida en medio de la nada, que salva lo que ahora es un triste arroyuelo inundado de barro.

                                


    -Minerva, espero volver pronto, espérame aquí, a la vista. -le digo a la moto seguro de que me entiende, mientras la dejo pasado el puente y yo sigo a pie el camino que sube en empinada cuesta retorcida hacia el castillo. Las vistas que van apareciendo son impresionantes, con una gama de colores cercana al ocre y jugando con el verde de la escasa vegetación. Debe ser este un terreno bastante frío entre los duros inviernos castellanos.

                              


    La Cuesta de los Muertos se llama esta poderosa subida de poco más de kilómetro y medio. Es tradición que los ejércitos enemigos que subían para asediar la fortaleza, iban cayendo derrotados por las flechas y piedras que disparaban desde las almenas los guardianes de esta, amontonándose los cadáveres en todo el recorrido.

    Muerto no, pero fatigado consigo llegar a toda prisa, pues la impaciencia me acucia. Casi arriba del todo, la impresionante figura del monumento recortado contra el cielo me produce una intensa emoción. Cuando me acerco, veo abiertas las cancelas y no lo dudo, paso por el pasillo protegido por almenas que me lleva hasta el patio central, que está justo enfrente de la entrada al edificio.

    No voy a describir aquí el castillo, ni sus estancias, quien quiera, que lo visite si lo encuentra abierto. Sólo te diré que fui al encuentro de Manuela, dirigiéndome al pasillo empedrado que está muy adentro, lugar donde dicen que pasea el espectro. Tampoco voy a desvelar aquí lo que pude ver o escuchar, porque el misterio hay que vivirlo en persona.

                                      


     Pero del mundo real, lo que más me impresionó fue constatar la eficaz organización que debieron tener los últimos habitantes del castillo, con la sala de reuniones, los largos tablones sobre soportes en forma de mesas que debieron albergar a un grupo grande. Pensaba en la solemnidad con que tratarían sus asuntos. Me impresionó una enorme silla a modo de trono, los símbolos y escudos en tinta roja por doquier, la bandera nacional siempre presente. Sobre todo me impactó ver el abandono de lo que no hace muchas décadas fue una especie de bastión muy organizado.

    Ahora ya queda sólo el castillo que, aunque está bien consolidado por estos últimos habitantes, hoy día pide más reformas para no ir cayendo en ruina progresiva.

 Impresionado, me despido con el mayor respeto de esta preciosa fortaleza. Unos pasos fuera de él, me asomo entre las enormes peñas que lo cobijan, para ver el paisaje que se abre ante la vista allí abajo.

    Por un lado el valle cubierto de rastrojo casi gris, a ambos lados de la carretera. Por el lado opuesto, entre matas de carrasca y sabina, el campo parece moverse en un baile lento hacia la cercana sierra. 

                                  

    Se me hace tarde, he de buscar un sitio para comer y antes quisiera ver algo más por el camino. Bajo envuelto en pensamientos misteriosos sobre otras épocas, otras vidas, otra historia… Fue casi en la Era Glacial, cuando recién sacado el carné de conducir lo visité con mi madre en el viejo Land Rover que teníamos para la finca. De ella he heredado ese espíritu aventurero y curioso. Recuerdo cuando preguntamos en el pueblo por el castillo a unos paisanos, la mirada de horror que nos echaron.

-Nosotros no sabemos nada, sólo que viene una gente que se junta allí arriba de vez en cuando. Por allí está el camino que sube.-Nos dijeron como asustados.

Hoy sigues viajando dentro de mí, porque soy parte tuya, madre querida.

 Y mientras disfruto del panorama así, con mis pensamientos, llego junto a Minerva que me espera paciente.

    Las horas van pasando y me dirijo sin más pausa hacia la comarcal 110, dirección a Sigüenza, para desviarme antes primero hacia Palazuelos y después hacia Carabias, donde quiero volver a ver la iglesia del Salvador con su precioso pórtico en forma de doble galería.

    Palazuelos es un bonito pueblecito rodeado de murallas. Tiene una hermosa plaza inclinada, una sencilla iglesia y un castillo palacial del siglo XV. Recorro el pueblo con curiosidad. La mitad está en cuesta lo que le hace original junto a sus bonitas calles con casas de piedra.

                            



 Me ha gustado mucho este pequeño pueblo amurallado, pero tengo ganas de volver a visitar la preciosa iglesia del Salvador en Carabias y son casi las tres de la tarde. Por fortuna Carabias está muy cerquita.

                        


     Aunque restaurada en el siglo XVI, la iglesia del Salvador conserva perfectamente su factura románica, con una de las galerías porticadas más armónicas y hermosas que he visto. Son las tres de la tarde y en Castilla se come temprano. 

    Hay en el pueblo un hotel con restaurante, que aparece anunciado a la entrada con un cartel que dice que en el restaurante se da servicio a cualquier cliente aunque no esté alojado allí. Me acerco a preguntar si es posible comer algo, siquiera un bocadillo frío. Cuando paso a la especie de salón recepción, veo en un sofá un hermoso perro acostado, muy tranquilo. Espero a ver si sale alguien a atender y veo a un tipo desgarbado, con mucha prisa que me dice en tono poco amistoso que hay un timbre para llamar. No hago caso y le pregunto si es posible comer algo.

-¡Imposible!-me responde en tono airado mirándose el reloj. Yo sin contestarle le vuelvo la espalda y me voy. Me cuesta no saludar ni decir adiós, pero en este caso me pareció de una prepotencia insultante e inadmisible el trato recibido.

    Saliendo de nuevo a la comarcal 110 sigo hacia Sigüenza, equivocado, porque debía haber cogido el sentido opuesto, pero gracias a ese despiste, me cruzo con un restaurante a la orilla de la carretera. El restaurante La Cabaña tiene pinta de rústico mesón donde comer en condiciones. No me lo pienso y paro muerto de hambre. Son casi las cuatro de la tarde y me apresuro a bajar de la moto y entrar.

    Sin muchas esperanzas pregunto en la barra y me dicen que si no me importa esperar. ¡Claro que no me importa! Tengo un hambre de lobo y  tiene pinta de comerse bien aquí.

    Bien saciado ya y agradecido por la atención recibida a pesar de las horas que eran, me despido. Fuera me espera Minerva. En seguida llegamos a Sigüenza y también me doy cuenta de que me he equivocado. Para volver atravieso la vía del tren por una pequeña carretera que me conduce a la salida de la población por la periferia y, de casualidad por la local 126 llego casi sin darme cuenta a Guijosa.

                               


                            


    Guijosa tiene una sencilla y bonita iglesia románica y un bonito castillo palacial, es decir residencia de antiguos nobles. Me gusta el encanto escondido  del entorno. Me paro a hablar con unos vecinos de edad. No viven ya en Guijosa, pero cada vez pasan más temporadas aquí. Son varios y se ve que están muy allegados. Aquí descansan del bullicio de la ciudad, de los hijos, de los queridos nietos, que aunque alguna mujer del grupo recuerda que son una bendición,  les dejan a veces sin energía y a estas edades lo que apetece es tranquilidad.

    Tomo alguna foto y vuelvo hacia Sigüenza para atravesar de nuevo la vía del tren e incorporarme a la comarcal 110 ahora ya sí, dirección a Atienza, rodeándola por la misma carretera como si fuera a Aranda. Quiero visitar Santa Coloma en Albendiego. Sé  que queda algo alejado, sobre todo porque estas carreteras son rústicas, estrechas y sinuosas y además no conviene ir deprisa anocheciendo, porque es muy fácil que se nos cruce un corzo  de los muchos que hay por estos campos. Pero no pienso volver al hostal sin visitarla, aunque queda poco tiempo de luz, caprichos del otoño.  

    Poco después de dejar atrás Atienza, el paisaje se va transformando tomando un color cada vez más denso, entre el ocre del parcheado pavimento y de la tierra que nos rodea y el verde oscuro de los pinos y de las sabinas. Un olor puro y penetrante se cuela a través de la visera del casco que llevo abierto para disfrutar de la brisa del bosque que atravieso. Mientras tanto la carretera va subiendo poco a poco de altitud. ¡No recuerdo haber respirado nunca un aire más limpio!

    Sé que muy cerca de mi destino están Campisábalos y Villacadima, que pretendo visitar, pero hoy no me pillan de paso, pues las horas de luz no se estiran. Bastante suerte tendré si llego a visitar Santa Coloma en Albendiego con luz suficiente para disfrutarla. Así que iré ahora Santa Coloma y ya anochecido regresaré al hostal y me acercaré mañana de nuevo por aquí para visitar Campisábalos y Villacadima, que están muy cerquita los tres pueblos.

    Los kilómetros se van haciendo cada vez más largos, lentos y pronto va a anochecer. Los corzos salen por cualquier sitio y algunos cruzan corriendo o saltando la carretera ajenos al peligro Es su hora de disfrutar el campo.

                                           


 

    Con la última luz de la tarde llego a Albendiego. Tomo el camino del cementerio. Una preciosa hilera de chopos vestidos de hojas verdes y doradas me recibe saludando con la brisa entre sus ramas a ambos lados del camino. Enseguida llego a Santa Coloma, que se yergue tímidamente en un frondoso paraje apartado, rodeada de arboledas y silencio. Me produce una honda impresión contemplar el conjunto de templo y paisaje fundidos en un precioso atardecer.

                         


    Al llegar me encuentro frente al rústico campanario, pero la enorme sorpresa está rodeando la ermita, atrás, en el ábside. Lo inesperado de su gran belleza me produce gran sensación al verlo frente a mí, allí mismo integrado en el paisaje, sobre una gran alfombra verde casi cubierta de hojas doradas y bajo un cielo que va perdiendo intensidad.




    Tiene el ábside unas impresionantes celosías esculpidas en la arenisca, a modo de entradas de luz, que son únicas en un templo románico de un entorno rural. Estamos solos Minerva y yo ante éste milagro fusionado de hombre y de Naturaleza, de piedra y paisaje.

                          

    Respiro un aire que me reconforta por entero. Por algo será que estamos cerca de Campisábalos, el pueblo con la fama de disfrutar el aire más puro de toda la Península. El lugar irradia una energía inexplicable que me hace inolvidable éste atardecer.

                                     


 

    Está empezando a anochecer y me veo obligado a regresar al hostal. Mañana volveré a visitar las vecinas poblaciones de Campisábalos y Villacadima.

                                        


    El hostal Rijujama es muy acogedor. Es rústico y sencillo, con un hermoso jardín al que da mi habitación y donde reposa Minerva por las noches. El cocinero es un buen profesional que, lo mismo hace unas migas, un suculento asado, o una deliciosa hamburguesa casera. Y esa vuelve a ser hoy mi cena con un par de cervezas exquisitamente tiradas. El postre lo tengo en la habitación. Para mí es inexcusable llevar siempre algo de fruta en mis viajes.

    El hombre que lleva el hostal es también el cocinero y es gratamente servicial y atento. Me siento muy a gusto. Los huéspedes que bajan a cenar son educados y no arman jaleo, a pesar de que hay un par de matrimonios jóvenes con niños en distintas mesas, pero los saben mantener en su sitio. Los comensales hablan sin levantar la voz. Da gusto cenar en un ambiente sosegado.

    Después de cenar, subo a la habitación. Tras tomar la fruta y darme una reconfortante ducha, me siento a escribir un poco sobre el viaje, hasta que el sueño me puede y caigo dormido en la comodísima cama.

   

                           JORNADA TERCERA

 

    Con la primera claridad me despierto renovado. Tras organizarme, recojo todas mis cosas en las maletas y se las coloco a Minerva. Estoy preparado. Hoy dejo el hostal. Quisiera desayunar, pero es demasiado temprano y no puedo esperar a que esté abierto el bar.

                                Preparados para salir                   


  Además, he de alimentar a Minerva, que ayer por la noche venía casi en la reserva mientras yo cruzaba los dedos porque no se parase en medio de la nada. Pero llegamos bien y ahora mismo vamos hacia Jadraque, para repostar con el depósito más vacío aún.

  Desde Jadraque, seguimos por la comarcal 101 hasta tomar en seguida la comarcal 110 hacia Atienza, para rodeándola seguir la misma carretera, como hicimos ayer, dirección Aranda de Duero. El paisaje boscoso que atravesé ayer me vuelve a impresionar. Otra vez el aire ese tan limpio, que parece que se respiran agujas finas y transparentes de hielo. Vamos subiendo de altitud: 1100 metros, 1200 metros, según voy viendo en unos cartelitos indicadores. El paisaje comienza a despejarse. Ahora parece que circulamos por un entorno lunar o de otro planeta. Es hermoso el panorama. Aranda de Duero queda a unos setenta u ochenta kilómetros y la provincia de Segovia mucho más cerca aún. Esta parte de Guadalajara es una privilegiada en cuanto a paisaje e historia. Es simplemente única, maravillosa.

    Acabo de pasar por el desvío a Albendiego. Pero hoy paso de largo. A partir de ahora el trayecto es nuevo para mí. Campisábalos está cerca ya. Un inmenso cartel informa de un área de interpretación del Mensario de Campisábalos a pocos kilómetros…

                                   


    Campisábalos es un apartado pueblecito en las estribaciones de la provincia, ya casi lindando con la de Segovia. Está situado a una buena altitud, por lo que el clima y la vegetación son sobrios. Cerca del pueblo crecen esparcidas masas de pinares. Estamos en una extensa altiplanicie.

    La sencilla galería, la torre, el ábside semicircular sujetado por pilastras, que son los esbeltos pilares que lo rodean, hacen de la iglesia de San Bartolomé un conjunto lleno de armonía.

                             


                           



  Anexa está la capilla de San Galindo, personaje sobre quien circulan distintas leyendas. Ambos edificios muestran arcos lobulados en la entrada, lo que nos hace pensar en la influencia mudéjar. San Galindo tiene adosado en la pared el famoso Mesnario de Campisábalos, que nos hace recordar el calendario agrícola de la iglesia de Beleña de Sorbe que ya hemos visitado. Pero aquél está hecho en forma de arquivolta y éste de San Galindo se halla adosado a la pared, aunque también se lee de derecha a izquierda. Está custodiado a la derecha por dos caballeros que aparecen luchando a caballo, lanza en ristre, como en un torneo.

                             



                               
               

              

                               

                                         

   




    No vamos a explicar aquí la posible simbología del conjunto, me encantaría poderla escuchar de boca de Severino, un hombre mayor que ha hecho durante los últimos años de guía local. Me gustaría conocerle y saber la historia, la que realmente me interesa más, la de su vida, que debe ser interesante.


                                     Detalles dentro de la galería porticada.


                         




    Me gusta escuchar a nuestros mayores, porque me sitúan en un mundo lejano, pero real. Pero Severino no aparece. Así que después de admirar el conjunto, quiero buscar algún sitio para reponer fuerzas. Aún no he desayunado. Saliendo del pueblo veo un enorme aparcamiento presidido por un cartel que indica que estamos ante el área de interpretación del mensario.

    Por un momento dudo en parar, pues tengo hambre y quiero encontrar algún sitio para saciar mi apetito. Pero para mi sorpresa veo que junto al edificio que hace de museo hay una cafetería con buen aspecto. Huele a café recién hecho. No me resisto, dejo a Minerva bien aparcada y paso dentro. Me atiende una amable chica. Es la encargada de abrir el museo y también de la cafetería. Le pido un café cargado y una tostada. Mientras me repongo, me explica que hubo un alcalde que tuvo la idea de invertir en esta especie de museo, para atraer al turismo, que por esta zona siempre ha sido muy escaso. Tras escucharla atentamente la pregunto por Severino.

-Severino es un señor al que siempre le ha gustado explicar el mensario y cuando podía abría la iglesia y la capilla, pero…

Me estaba explicando quien era aquél hombre que yo ya sabía, cuando pensé que me iba a decir que se habría muerto. Pero ella siguió explicándome:

-Con el “bicho” le dio miedo hablar con los visitantes que venían de distintas zonas, por prevenirse  del contagio, porque aquí no llegaba la pandemia. Y dejó de enseñar el conjunto. Pero desde hace algún tiempo, de vez en cuando si le ves y le parece bien te vuelve a explicar todo, como antes. Eso sí, muy de vez en cuando.

    Me pregunta si me interesa ver los vídeos que hay en el museo sobre el pueblo, el entorno natural, la historia y por supuesto, sobre el mensario. Afirmo con interés. Entonces me abre la sala y me enciende el proyector, con unos vídeos muy interesantes, bien hechos e ilustrativos.

 

La chica muy maja y atenta, viendo mi interés, cuando ya estaba yo a punto de salir me dijo que había visto al señor este paseando cerca. Y que a veces pasaba a tomar café.

-Si quieres darte una vuelta y volver a ver si está, o si te quedas un rato por aquí yo te aviso.

    Se lo agradecí, pero le dije que tenía muchos sitios que visitar e iba con el tiempo ajustado.

   Al salir de Campisábalos, giro a mano izquierda al incorporarme a la carretera. Voy muy atento, porque sé que mi próximo destino que es Villacadima está cerca y pronto tengo que ver el desvío.  Pero pasan los kilómetros uno tras otro, hasta entrar en la provincia de Segovia.

-¿Me habré pasado el desvío? ¡Pero si he ido muy despacio y muy atento!

    Sí, ya sé que estamos en la provincia de Segovia, que pertenece al país que más suspende en señalización. Y es que Villacadima es un pueblo tan pequeño y casi deshabitado, que “¿Para qué señalizarlo?, ¿Qué forastero va a ir a visitarlo? Y los dos o tres habitantes que quedan ya saben el camino”. Éste tipo de desidia pública hace perder mucho tiempo al viajero.

    Hay un desvío a otro pueblecito, que se llama Grado del Pico. Me meto hacia allí para preguntar. Grado del Pico está protegido por una impresionante montaña, alta y extensa. Se encuentra acurrucado en un valle, rodeado de una espectacular belleza. Lo grabo en mi corazón para la próxima.

    Mucho antes de llegar, veo una familia joven vestida para hacer senderismo, con la barrita de apoyo y gorritos para el sol y el frío. Les pregunto, pero no conocen los pueblos que se salen de su límite provincial. Sin embargo me aseguran que por la dirección que iba antes de desviarme, no estaba Villacadima, seguro, porque no les sonaba.

    Agradecido por su atención, doy la vuelta y me meto en el primer desvío sin señalizar, al poco de entrar de nuevo en el límite provincial de Guadalajara. Ahora voy por un pequeño camino asfaltado. Al cabo de escasos kilómetros veo cuatro casas agrupadas, de piedra y según me acerco aparece lejana la pequeña iglesia. Cuando llego al pueblo, un cartel medio desgastado por el sol y el aire me indica: Villacadima. ¡Hemos llegado!

                                           


    Villacadima está prácticamente despoblada. El caserío, en ruinas, rodea la recoleta iglesia de San Pedro, del siglo XII, parcialmente reformada en el siglo XVI. Es bonita, sencilla y acogedora y tiene un recinto flanqueado por un hermoso arco de medio punto incrustado en un lienzo y un precioso arco lobulado bajo las arquivoltas de la entrada a la iglesia.

                                                     



                                       

    El pequeño pueblo me gusta mucho. Está rodeado de un paisaje algo desolador, pero al tiempo cargado de intimismo y poesía.  Recorro las derruidas y solitarias calles y casas. Algo hay en el ambiente que me da muy buenas vibraciones.

    No puedo entretenerme mucho porque el día avanza y la pasada madrugada adelantaron la hora, la mezquina costumbre de todos los años, con lo que dispongo de una hora menos de luz y mucho por ver aún, antes de emprender el largo camino de vuelta a casa.

    He de regresar desandando el camino, dirección de nuevo a Atienza. Después seguiré hacia Sigüenza que he de atravesar para llegar a Alcolea del Pinar y por la autovía, en un par de kilómetros me desviaré a ver la preciosa iglesia románica de La Asunción, en Saúca.

    Al pasar por Sigüenza lleno el depósito de Minerva hasta arriba, porque más adelante no sé dónde podré volver a repostar por esas carreteras perdidas. Y en la misma gasolinera compro pan y una cerveza, pues aprovechando que llevo algo de jamón y queso, voy a comer de camino, donde me pille, pero esta vez al aire libre.

                                         Castillo de Sigüenza a lo lejos.


                              

                                  Panorámica de la catedral de Sigüenza


    La iglesia de Saúca tiene galería porticada a dos vertientes, como algunas de las que hemos visitado en este viaje. Esto las hace más amplias y luminosas, cuando los duros días del invierno los vecinos se reunían dentro de ellas cobijados de la lluvia, la nieve o el viento, para tratar asuntos municipales, también donde se hacían los mercadillos con mal tiempo o jugaban los niños cuando las nieves duraban semanas y no se podía jugar en las calles.

                       



                                          

   Pero aquellos niños eran respetuosos. Acabo de llegar y en una explanada que tiene como “pared” las columnas de la galería hay unos niños pegando fuertes y compulsivas patadas a un balón. Una madre les dice en voz baja y avergonzada al verme a mí que acabo de parar al lado la moto:

-¡Niños!, cuidado con la moto.

    Me preocupa que Minerva reciba un balonazo, pero me siento airado pensando en lo poco que les importa a esa gente poder dañar alguna columna de un templo que está ahí desde hace mil años en su propio pueblo.

    Hay educación para todo el mundo. Pero unos la toman, otros no. No, no somos todos iguales, no seamos demagógicos.

    Afortunadamente los pequeños salvajes se van pronto, aburridos de hacer el indio y yo puedo disfrutar a solas del entorno y admirar los capiteles finamente esculpidos de las columnas.

                       


             

                              




                                         




    Pero tengo mucha ruta por delante, carreteras sinuosas perdidas en ningún sitio conocido y mal señalizadas.

    Entro en la autovía  de nuevo, desde el desvío de Saúca y unos kilómetros después me desvío por la nacional 211. Voy dirección a Molina de Aragón, aunque antes me desviaré cerca de Milmarcos, por la local 2107 hacia Tartanedo.

    La carretera local 2107 es digna de un cuento de hadas. Está casi toda flanqueada  de continuos bosques de sabinas y de robles. Es muy sinuosa y estrecha, por lo que vamos sin prisa, disfrutando del bosque que nos acompaña. Pero al ir al ritmo lento, parece como si nunca fuéramos a llegar a ningún sitio.

    Pasado el desvío de Tartanedo y siguiendo la misma trayectoria que traemos, veo un  mentiroso cartel que anuncia: Ermita de Santa Catalina 8 Kms.

    Carteles de España, ¡Cuánto tiempo me habéis hecho perder toda mi vida!

    Cuando llevo dos o tres kilómetros, pasado el cartel, veo un rústico cartelito terminado en punta de flecha, hecho a mano con el que alguien se ha tomado la molestia de indicar: Santa Catalina. Ermita del siglo XII.

“¡Gracias anónimo y altruista informador”, pienso mientras paso sin querer de largo el desvío que señala el cartel de tablas. Unos cientos de metros más adelante consigo dar la vuelta y despacio para no pasármelo de nuevo, salgo de la carretera por donde se indica.

    Por un corto sendero que sube hacia el monte llego enseguida a la preciosa y solitaria ermita.

                                      


Santa Catalina aparece medio escondida entre sabinas en la falda del monte. Fue la iglesia del desaparecido Torralvilla, población que hubo aquí hasta el siglo XVII, en que fue misteriosamente abandonada.

   Estamos en el término de Hinojosa. La misma Hinojosa (Finojosa) que cantaba  don Íñigo López de Mendoza, el famoso poeta del siglo XV conocido como Marqués de Santillana,  en una de sus famosas Serranillas. En este poema nos cuenta cómo se enamoró de una vaquera que por aquí apacentaba su ganado y esta le dio calabazas.

    Mientras me acerco al templo me parece escuchar una voz grave y armoniosa que recita ese cantar:

                                                         




                                       


                                                         

Moza tan fermosa
non vi en la frontera,
com’una vaquera
de la Finojosa. 

Faciendo la vía
del Calatraveño
a Santa María,
vencido del sueño,
por tierra fraguosa
perdí la carrera,
do vi la vaquera
de la Finojosa.

En un verde prado
de rosas e flores,
guardando ganado
con otros pastores,
la vi tan graciosa,
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

Non creo las rosas
de la primavera
sean tan fermosas
nin de tal manera;
fablando sin glosa,
si antes supiera
de aquella vaquera
de la Finojosa;

non tanto mirara
su mucha beldad,
porque me dejara
en mi libertad.
Mas dije: «Donosa
-por saber quién era-,
¿dónde es la vaquera
de la Finojosa?»

Bien como riendo,
dijo: «Bien vengades,
que ya bien entiendo
lo que demandades;
non es deseosa
de amar, nin lo espera,
aquesa vaquera
de la Finojosa».

                                      


                                                                                     
                                                      



                                    


Santa Catalina está situada en un plácido lugar, como apartada del mundo. Según me voy acercando me siento profundamente conmovido. Tenía unas enormes ganas de llegar hasta aquí. Y aquí estoy en un lugar telúrico, rodeado de esa magia especial que no se ve, pero se nota. El edificio hecho de sillar calizo, está bastante restaurado desde hace algunos siglos. Eso se nota en el sillarejo y la argamasa del lado opuesto al que entramos, es decir, hacia el final de la galería. Esta es simple, a una sola vertiente frontal, aunque tiene dos arcos laterales, de entrada y salida. Las columnas de la galería están finamente talladas. Y en los canecillos superiores bajo la cubierta hay interesantes figurillas.


                                     







                                 

    Son las tres de la tarde y tengo hambre. Sentado respetuosamente entre dos columnas de la galería, almuerzo lo que llevo. En una bolsa echo todo lo que tengo para tirar. Cuando pase por Molina lo echaré a una papelera. No quiero dejar huella de mi paso por aquí, quiero dejarlo todo igual.

                                  Detalle grabado en la piedra


    Me siento pletórico en este lugar, cobijado por la ermita de piedra, dominando desde lo alto la carretera que serpentea allí abajo, medio escondida entre las sabinas y los robles. No pasa nadie por esta carretera.

    Una vez saciada mi hambre, subo a ver si veo algún resto del antiguo pueblo, que está en el somonte, más arriba de la iglesia. Pero no veo más que una especie de cabaña derruida de piedra y argamasa antigua, no sé si tan antigua como era el desaparecido Torralvilla. Más adelante, el matorral se abre como en una gran plaza con pavimento de piedra. Parece un suelo natural. Pero fijándome más, veo unas líneas de piedra paralelas a distancia de un metro entre las dos. Me parece mucha casualidad el que sea una formación natural y deduzco que sería la base o planta de una vivienda, de una calle, o de una plaza.

  Me asomo más allá, por la vertiente opuesta. Hacia abajo se descubre un agreste paisaje de bosque, matorral y piedra. Y más abajo, en la ladera del monte hay un tapial. No sé si será de la época en que existía Torralvilla. Volveré.

    Quiero visitar un bonito castillo musulmán del siglo X que está a pocas leguas de Molina, pero la posición del sol me indica que el tiempo se acaba. Aún tengo que llegar a Molina de Aragón para tomar el camino de regreso a casa. Estoy lejos.

                             Fortaleza de Molina de Aragón desde la carretera


    A punto de anochecer llego a Molina, donde tras perderme nuevamente por sus calles, consigo encontrar la salida hacia la comarcal 210 dirección Poveda de la Sierra. Nada más dejar atrás Molina, la carretera comienza a serpentear en elegantes curvas y el paisaje nos envuelve como en un escenario mágico.

   Estamos atravesando un paisaje cambiante por momentos con unos matices cada vez más intensos. Desde las onduladas parameras, la carretera va atravesando valles y barrancas cada vez más ricas en vegetación, hasta convertirse en extensos pinares serranos, a la altura de Poveda. Aunque queda poca luz, puedo disfrutar del maravilloso paisaje que cada vez se cierra más sobre la estrecha carretera.

  Estamos en pleno parque natural del Alto Tajo, en las estribaciones de la serranía de Cuenca. De pronto la carretera se desmorona por trozos, convirtiéndose en peligrosos tramos de gravilla suelta. En ese estado, aminoro bastante la velocidad, ya de por sí lenta que llevaba, por los animales que salen a estas horas y que pueden cruzar en cualquier momento.

    En esos momentos se me viene a la cabeza la duda de a dónde van a parar nuestros impuestos, o la monumental fortuna que cosechan los radares de la DGT. Ya lo sé. Desde luego sé a dónde no van.

    Bajando ya, por tierras de Huete, tomamos la comarcal 310 hacia la llanura manchega. Tengo que volver a repostar. Es domingo y últimamente la mayoría de las gasolineras las cierran por la tarde. Al final consigo encontrar una abierta. Dentro de una hora espero estar ya en casa, dejar tranquila a Minerva y descansar del viaje. Es de noche cerrada desde hace casi hora y media.

   Ya más entrada la noche llegamos a casa. Con una sensación agridulce por lo largo que se ha hecho el camino de vuelta ya anochecido. A pesar del poderoso haz de luz que lanza el faro redondo de Minerva, no me gusta nada pilotar de noche. Es peligroso porque hay demasiado animal suelto.

   Minerva descansa en su cochera. Y yo también. Ahora no puedo pensar con claridad, pues se me amontonan las vivencias de estos días, revolviéndose en la mente. Cada vez que hago un viaje de este tipo por mi querido país, me vuelvo más apasionado de él, más del terruño, más paleto, si se quiere. Ya sabemos que hay paisajes mucho más exuberantes y monumentos mucho más destacables en otras partes del Mundo. Pero no siento especial atracción por lo que no forma parte de mi cultura, por interesante que sea. Por supuesto que he viajado fuera de España en distintas ocasiones.

    Pero siempre he preferido "malgastar mi tiempo" visitando rincones inéditos, o apartados, de nuestro país, porque me llevan a un estado de imaginación y poesía contemplativa especial al que no consigo llegar visitando lugares foráneos. Así es uno.

 Mañana será otro día.