Es una mañana fría de otoño. Todavía no es la onomástica del camposanto. Las primeras hojas secas de los plátanos del paseo corretean jugando con una fresca brisilla que susurra a la altura de los pies. El sol comienza a murmurar su calidez, ganando poco a poco al frescor de la mañana.
Allá lejos, junto a la otra hilera de chopos, casi debajo de los viejos cipreses de la esquina derecha, me han dicho que descansan los restos de doña Pilar. Me acerco bastantes pasos hacia la antepenúltima fila, hacia la derecha, al fondo...
Allí está la inscripción, en un túmulo de piedra de mármol viejo:
PILAR PRENDES Y LEXO
Salamanca, 15-IV- 1903 +Madrid, 17-VII- 1987.
Delante de la inscripción grabada con sencilla letra de molde, hay una pequeña hornacina, a modo de florero que parece pedir flores, aunque alberga un reseco, mustio y desgranado ramillete de cardos, la mayor parte ajados por el paso del tiempo. Debajo, junto al florero, puede leerse en letra menor y peor grabada, la siguiente inscripción:
"Tempus est quaedam pars aeternitatis". ("El Tiempo es cierta parte de la Eternidad").
Después de leer la inscripción de la sepultura, no puedo evitar sentir un amplio escalofrío y miro alrededor mío, buscando el calorcito de la luz solar que envuelve el recinto. Una agria tristeza comienza a envolverme y respetuosamente me despido del sepulcro de doña Pilar, abatido.
Hace más de catorce años que reposan allí sus restos, desde que murió en la residencia de Marqués de Vadillo. El cementerio es triste, como todos, pero al menos la zona vieja, que es donde está enterrada ella, tiene algo de los cementerios de antes, de toda la vida. Claro que una tumba no tiene nada que ver con los masificados nichos y más si es ya antigua, una de aquéllas tumbas que ya hace un siglo habrían albergado otros restos, otros cuerpos, otras terminadas historias.
Al salir del cementerio, me encontraba conmovido y sin fuerzas para caminar, por lo que cogí un taxi. Al meterme dentro, un tufo de perfume de hombre, de esos que te "colocan", me dió la bienvenida de nuevo al mundo de los vivos.
-"¿A dónde?"- me pregunta el conductor, un hortera con el pelo engominado, que simula parecer fino, pero que no da ni los buenos dias. Le indico secamente que me deje en El Retiro, por la entrada del Paseo de Coches y sin responderme nada, comienza el trayecto, con el "ruido" de fondo de la voz hueca del político de turno aburriendo más el ambiente a través de la radio.
El Retiro en otoño no es triste. Es dulcemente melancólico. Produce cierto aire de nostalgia al recordar sus apresados árboles, los amplios bosques de otros lugares, libres en la Naturaleza. El Retiro es en Madrid el verdadero cielo de la ciudad, que es como un purgatorio. De éste pequeño paraíso tengo muchísimos recuerdos desde la niñez: El Retiro ha sido en ocasiones mi confesor, en otras mi confidente y en las más, mi alivio; ha sido el amigo con el que he compartido la desazón de tener que vivir a la fuerza en la ciudad, cuando mi corazón y mis deseos eran la libertad del campo.
Para mí, Madrid, el Madrid que yo he amado, que he vivido y que me ha marcado, ha sido el viejo Madrid, el de los Austrias, las dos Cavas, las Vistillas, la Plaza de la Villa y sus callejas, el Madrid de Palacio, el Campo del Moro, Rosales, la Casa de Campo, el encanto de los montes de El Pardo en lontananza, la lejana y agreste sierra de Madrid, no la de los residentes de los pueblos de la zona de la Sierra, sino la sierra de verdad. Y por supuesto, El Retiro.
Pensando éstas y otras simplezas, me fuí adentrando por el Paseo de Coches en dirección al Ángel Caído para seguir hacia el Estanque de las Barcas, pero con la intención de desviarme por la zona del Palacio de Cristal. ¡Cuántas veces he hecho ése recorrido, a lo largo de mi vida en Madrid. Ahora que ya era casi un forastero en la ciudad que me vió nacer, disfrutaba ampliamente aquél paseo.
Pensaba en doña Pilar.
Doña Pilar, había sido la maestra particular que tuvo mi padre mientras se interrumpieron sus estudios colegiales durante la guerra. Un día, cuando yo era pequeño, llamaron al timbre y cuando fuí a abrir, encontré a una viejecita curvada y desaliñada con el pelo gris, un poco largo, suelto, con gafas de cristal grueso y sobre sus hombros estrechos, un mustio chal descolorido. Esa fué la primera impresión que me dió. Sin embargo, su expresión irradiaba una gran bondad.
-"Hijo, ¡Qué grande eres ya! Oye ¿Está tu papá?"- Me dijo con una voz dulce y pausada. Papá no estaba y mamá estaba a punto de llegar. La buena mujer, sacó de su bolso una cajita con mantecados y me la dió diciendo: -"Dile a papá que ha estado a verle doña Pilar. Y dile que voy a volver a veros. ¿Cuántos años tienes ya tú, rico?" -Diez.
La mujer me sonrió con un gran afecto y después se despidió y se fué despacito en el ascensor.
Cuando vinieron mis padres, les conté la visita y mi padre se disgustó muchísimo por no haber coincidido. Hasta creía que estaría ya muerta doña Pilar.
Uno de esos días, papá me contó cómo cuando tenía mi edad, en plena guerra, tuvo que salir en pijama con sus hermanitos y mi abuela, porque gracias a doña Pilar se enteraron de que esa misma madrugada iban a cogerlos prisioneros, seguramente para fusilarlos. A doña Pilar se lo dijo el portero de la antigua casa y ésta, no perdió un momento corriendo por todo Madrid con lo primero que se puso a mano, para llegar a la casa donde se escondían mi abuela, mi padre y sus hermanos. En realidad, no sólo salvó la vida a mi padre, y a su familia, sino que indirectamente la salvó a su descendencia, es decir, a mí y al resto. Esa mujer, se jugó la vida, por la calles de una ciudad en encarnizada guerra, entre metrallas y bombardeos, entre acosadores y mil peligros para avisar a mi abuela de la inminente persecución que les acechaba, por ser del bando contrario al de los perseguidores.
Pero doña Pilar, fué antes que eso, la instructora de mi padre. Era "de izquierdas", como se decía en guerra. En realidad no era de nada. Amaba la "época dorada" de la cultura de la República, pero no se "casaba" con ningún partido. Era una mujer de letras. Había sido amiga en su juventud de María Moliner. Ésta la influyó tanto, que de adolescente Pilar se instruyó todo lo que pudo sobre el ideal kraussista. Tuvo ocasión a Giner de los Ríos y en la prensa había podido leer varios artículos de Salvador de Madariaga.
Fué un caso especial en una España antigua, el de doña Pilar. De educación liberal fué el padre quien prácticamente la obligó a estudiar una carrera. Se matriculó en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid y hasta estuvo a punto de doctorarse si un triste asunto no hubiera sucedido: la repentina muerte de su padre de un paro cardíaco, tuvo la culpa de que aquélla jóven dejase el doctorado y se presentase al exámen para el cuerpo nacional de maestros. En aquéllos tiempos un maestro apenas subsistía.
Fué dura la vida de doña Pilar. Es una persona que siempre me ha inspirado una silenciosa admiración y cariño. Hacía tiempo que no había vuelto a pensar en ella. Pero recordando a mi padre he vuelto a revivirla. Por eso no quiero que el recuerdo de ésta insigne mujer pase anónimo de un modo tan anodino, por la vida. Se merece el recuerdo y el reconocimiento.
Doña Pilar era una luchadora intachable. Además era muy humana y cariñosa, pero que tenía un fuerte carácter cuándo algo no le cuadraba.
Ahora, hoy en día, ¡Qué fácil es ser feminista!
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