sábado, 28 de julio de 2012

UNA LEJANA HISTORIA.

                                          Lápida de la sepultura de Rocío.


      Aquél día de mi encuentro con Domingo, le ví muy demacrado. Me había llamado, porque la noche anterior, ordenando unos papeles, se encontró la fotografía que hizo de la sepultura de Rocío y se empezó a sentir mal. Es increíble lo que el amor, en ocasiones puede perdurar, cuando es auténtico.

      Habíamos quedado en la galería acristalada del Café del Espejo.

      -"Ésta vez te invito yo". - Me dijo.

      Y en recuerdo de otros tiempos lejanos de nuestra longeva amistad, pedimos dos copas de "Capitán Morgan", como antaño en épocas felices.  Domingo, que siempre se había caracterizado por su laconismo, aquélla tarde otoñal, estaba bastante comunicativo conmigo. Tenía tantos recuerdos aletargados,  que se sentía abrumado.

      Yo, a Rocío llegue a conocerla casi de refilón, cuando me la presentó mi amigo en aquéllos días tan lejanos en el tiempo. Muchos años después le acompañé al  cementerio viejo de Cádiz a   visitar la tumba de aquélla muchacha tan especial para él. Recuerdo que fué una fría mañana de Enero. Le llevamos un sencillo ramo de claveles blancos, que según Domingo eran las flores preferidas de su antiguo amor. Había como casi siempre en Cádiz, una nítida claridad blanquecina que hería los ojos. Cuando llegamos al sepulcro, le dejé sólo un buen rato, mientras me dedicaba a pasear entre hileras de longevos cipreses. Al salir del cementerio, casi sollozando, mi amigo me dijo:

       -"Algún día te hablaré de ella. Con su ida  ha desaparecido una parte importante de mí. No sé cómo, porque lo nuestro fué prácticamente como una estrella fugaz..."


      Después de refrescarse con el aroma del primer sorbo de ron, al tiempo que el sol empezaba a declinar sobre los árboles del bulevar del Paseo de Recoletos y en el salón de El Espejo amenizaba con un viejo tango un joven pianista, comenzó  Domingo a contarme así:

      -"...Todavía recuerdo sus cobrizos cabellos, casi negros, ondeando en la suave brisa primaveral y su esbelto talle, cimbreándose con ése estilo tan personal que la caracterizaba. Recuerdo aún, como si fuera hoy, sus andares envueltos en un no sé qué modelo de elegancia personal que sólo ella  podía emanar de sí misma; sus presurosos pero seguros pasos, cuando su profunda mirada se cruzó con la mía...

      ...Paseaba yo, con ganas de desquitarme de los excesos de la noche anterior, por la calle de la Pelota, en dirección a San Juan de Dios y ella venía por la misma calle, hacia la plaza de la Catedral. Sus ojos, mucho más negros que mi conciencia ennegrecida por los devaneos de la noche pasada, se clavaron en los míos, aquélla mañana soleada de Febrero y quedé profundamente impresionado. Un pequeño, pero intenso temblor, una especie de desordenada taquicardia comenzó a recorrer todo mi cuerpo y empecé a notar como si de repente me hubiera quedado totalmente desnudo ante los ojos de la calle y especialmente ante los suyos.

      Sentía un inmenso y morboso rubor y seguí mirándola durante unos segundos. Ella, con altivez, me sostuvo la mirada con una delicada coquetería que me dejó embelesado como a un pueril adolescente. Claro está, ella siguió su camino y avergonzado de mi confusión, decidí seguir yo el mío. Sin embargo, a los muy pocos pasos, arrepentido de haber dejado seguir a aquélla diosa que me acababa de embriagar, dí media vuelta y desandé lo andado mientras mis ojos la buscaban entre la multitud.Sin encontrarla, casi corrí en la dirección que ella llevaba y al llegar al cruce con la Plaza de la Catedral, la ví de nuevo, entre el gentío. Paré allí y la seguí con la mirada. Pero perdí su rastro cuando se metió por la calle de la Compañía.

      Entonces caí en una especie de vertiginoso abismo que me atraía involuntaria  e irremediablemente  hacia aquélla mujer que no conocía y empecé a lamentar haber dejado pasar la ocasión de acercarme a ella.

      Pero, ¡Qué era éso! Necesitaba despejarme; mi mente estaba embotada por los excesos del Carnaval y estaba empezando a degenerar en  excentricidades de capricho. Éso no, no me lo podía consentir.

      Aquélla alegre mañana de Febrero, que en Cádiz es ya de primavera, rebosaba radiante claridad que iluminaba el alma y el espacio; y yo, aunque impresionado por una mujer tan atractiva, no iba a dejar de disfrutar de mi matinal paseo por el casco viejo, tan necesario paseo para renovar mi cuerpo y mi alma perdida. Así que continué mi marcha hacia las murallas y de allí seguí hasta La Caleta, donde, a la vez de dominar el majestuoso horizonte, poblado de gaviotas y surcado por algunos veleros, contemplaba y escuchaba con morboso placer el fin de las olas sobre la arena dorada; y de ésta manera, disfrutando del entorno y de mis pensamientos, pasé el resto de la mañana.

      Había olvidado ya el encuentro con aquélla mujer y a eso del mediodía ocupado en otro tipo de pensamientos, me dirigí casi sin sentido hacia la Catedral. Ya sabes de mi predilección por visitar los templos de las ciudades donde paro. La Catedral de Cádiz es especialmente querida por mí, porque en su cripta está enterrado nuestro querido compositor Manuel de Falla. Y aunque el templo es relativamente moderno, comparado con los estilos antiguos que yo siempre admiro, el hecho de entrar allí para mí es un acto solemne.

      Al salir tuve la agradable sorpresa de volver a verla, ¡a ella!. Empecé a notar otra vez los latidos que pugnaban por romperme el pecho, era inexplicable. Por lo visto el destino se colaba entre los dos y ya no tenía excusa ni deseos de evitarlo, así que gallardamente me acerqué con la mayor naturalidad. No puedo explicar con palabras el atractivo tan personal que irradiaba. Vestida con traje blanco y largo, recogido en la cintura por un estrecho cinturón, parecía una princesa musulmana secuestrada por algún noble godo medieval, traída de lejanas tierras. Sus pasos rápidos y menudos me hacían estremecer a medida que me acercaba más y, sin saber cómo, mi rostro debía ir dibujando una agradable sonrisa, aunque yo ya no podía manejar mis movimientos. Estábamos frente  a frente mirándonos y de momento me debió recordar, porque puso una mueca como de risa contenida en la que parecía expresar cierta satisfacción egocéntrica al verme en ésta situación. Éso es al menos lo que parecía decir con una engreída y pícara sonrisa.

      -Me alegro de volverte a ver. - Le dije sin pensarlo, mientras ella no dejaba de sonreir. - Tenía ganas de preguntarte algo.

      -¿Y qué quieres preguntar, a ver?

      - Querría saber cómo puedo conocerte un poco para saciar mi curiosidad.

      Automáticamente ella amplió su sonrisa camino de una risa benévola y yo seguí hablando, animado por la euforia de estar juntos:

      - Me llamo Domingo y he venido de Madrid a pasar el carnaval con unos amigos. Dime, ¿Cómo te llamas?

      -Rocío, un nombre muy andaluz, ¿verdad? - me dijo, regalándome una preciosa sonrisa.

      - ¡Qué casualidad! Te llamas como mi hermana - sostuve cínicamente a sabiendas de que no tenía hermanas. - Pues Rocío, ésta mañana, cuando te ví, me dió la sensación de que ya te conocía y me quedé pensando: Quizá la conozca de vista, del Conservatorio. Porque soy pianista, pero no. Tu cara me era más lejana, no sé de qué.

      -Pues yo no te conozco de nada. Nunca he conocido a ningún pianista. Bueno, sí; el tío de un amigo de mi hermano. Es sacerdote y estudiaba piano y órgano, pero nunca le he oído tocar...

      Así las cosas, con mi improvisada conversación, me fuí acercando progresivamente. Como ví que  no tenía prisa en apariencia, la invité a tomar algo.

      -De verdad, que no puedo, tengo que ayudar en casa. Hoy viene gente a comer; te lo agradezco.

      - Me gustaría verte otra vez, Rocío. - Ella sonrió.

      No recuerdo cómo fué pero al día siguiente la esperaba yo en un café muy cercano a la Catedral, donde habíamos quedado. A medida que pasaban las horas, disfrutábamos más los dos, íbamos cogiendo confianza y nuestra conversación era cada vez más amena. Así fuímos conociéndonos durante aquélla tarde y cuando quisimos darnos cuenta, empezaba a oscurecer, así que le propuse dar una vuelta para ver el ambiente festivo de la calle. Después me acordé de que había quedado con vosotros en que nos reuniríamos todos en Puerta de Tierra a las once. En un momento pensé en llamaros para daros alguna excusa, pero también pensé que si no aparecía, conociéndome, os haríais cargo. Así que desistí y cambiando de rumbo, volví a mi conversación con Rocío:

      - Había quedado con todos junto a la Catedral - le dije con el mayor cinismo del mundo.

      A ella, que parecía sentirse a gusto conmigo, no me costó convencerla para que se quedase, convirtiendo aquélla jornada en la más maravillosa que yo había tenido en mucho tiempo. Tanto, que a veces parecía estar soñando. Recuerdo el brillo de sus profundos ojos negros, su dulce y misteriosa expresión, su voz como un susurro, aquélla magia suya especial, que me desorientaba...

      A  la otra  noche, en el baile, mi preciosa, irradiaba una belleza especial, disfrazada de princesa mora, con un precioso vestido largo y ataviada al estilo oriental. Y yo, que si recuerdas, iba vestido de bandolero alpujarreño, me veía favorecido seguramente por la felicidad que sentía al tenerla junto a mí.

      Después de bailar y hablarnos con las miradas un buen rato, Rocío me dijo que estaba cansada. Yo la propuse dar un paseo por las murallas, para ver la ciudad de noche, iluminada. Sin dudarlo, le pareció bien y fuímos paseando plácidamente desde el Parque Genovés hasta La Caleta. El cielo estaba limpio y la luna medio llena. Entramos por el pórtico de La Caleta y lentamente anduvimos el camino del castillo, con el mar a ambos lados. Por la izquierda, la marea baja dejaba ver el suelo, cuajado de rocas marinas, modeladas con caprichosas formas; por la derecha, interminables olas bramaban mágicas bajo el inmenso cielo sobre el mar. Con ésta música, quedaban lejanos los ecos de la verbena. Lo que los dos sentíamos en aquéllos momentos, sólo el mar y nosotros lo compartíamos.

      Poco a poco, dejando las bromas y las risas, sus ojos fueron penetrando en los míos de una manera solemne y yo, petrificado por aquél encanto misterioso, me acerqué  más y la besé. Así, perdimos los dos el rumbo del mundo, durante unos intensos e indefinibles momentos que se trocaron en una inmensidad como la del profundo mar que nos envolvía, susurrándonos una secreta canción solitaria y lejana.

      Aquélla noche volví a sentirme tan joven como antaño y con una felicidad inefable producida por el encuentro con ésa mujer que misteriosa y rápidamente había encendido mi pasión.

      No sé el tiempo que hacía que salimos del baile, lo cierto es que comenzamos a oir las campanadas de algún lejano reloj, que se paró en las tres. Entonces Rocío subió a la superficie de aquél mundo maravilloso en el que los dos estábamos sumergidos y con muy distinto gesto, me dijo:

      - Ahora tengo que irme, Domingo.

      Yo, sin rebatir su decisión, me ofrecí a acompañarla y ella aceptó con la mayor naturalidad. Juntos fuímos hasta la calle Columela muy cerca de la plaza de la Catedral, donde la había visto perderse  aquélla mañana por primera vez. La acompañé hasta el portal, donde intenté besarla de nuevo. Ella me apartó discretamente susurrando:

      - Aquí no. Pueden vernos. ¡Adiós!

      -¡Espera! ¿Te volveré a ver mañana?

      - ¡¿Mañana?! - Exclamó, entre escéptica y acelerada. - Quizá mañana...Quizá otro día. Ha sido un día muy especial para mí. Ahora tengo que irme.

      - Pero... ¡Espera!

      Acto seguido cerró la puerta y fué inútil llamarla. Comencé a oir sus pasos escaleras arriba con extraordinaria ligereza.

      Aquéllo me parecía un sueño inacabado. Me quedé estupefacto y un poco triste de separarme así de aquélla mujer que tanto me atraía. Entonces fué cuando me acordé de vosotros. Eran casi las cuatro de la mañana y pensando que me sería imposible encontraros desistí de la idea y pensativo, me dirigí a la playa de la Palma, donde tras largos instantes de pensar muchas cosas, intenté dormir,  tumbado en la arena, a pesar del frío y de ir abrigado sólo con mi vestido de bandolero, que era insuficiente ante el relente marino de aquélla madrugada.

      Así estuve casi durmiendo entre tiritones, hasta que unas horas después el sol comenzó a templarme. Entonces, miré el reloj: Eran casi las diez de la mañana. Vosotros estaríais ya de vuelta en casa, así que me levanté con una paliza encima y con la idea de regresar y caer por fín en el adorado camastro.

      Aquél día amanecimos todos a eso de las tres de la tarde y poco a poco fueron transcurriendo los  demás días en una constante diversión. Sin embargo, dentro de mí había algo de melancolía que yo mismo no sabía evitar. Dos días después al que estuve con Rocío,  estuve llamando al portal donde la dejé. Pero nadie contestó, ni al día siguiente, a ninguna hora, así que desistí con tristeza y me hice a la idea de no volverla a ver.


      El año siguiente, al volver por Carnaval, volví a intentarlo, sin obtener respuesta, hasta que un día salió a abrir un anciano inquilino, malhumorado por mi insistencia y me dijo que aquélla casa era de alquiler y había sido abandonada por los anteriores inquilinos, hacía cosa de varios meses.

      Así perdí definitivamente la esperanza de volver a verla...

      Hace cosa de dos años, un compañero de trabajo me habló de un programa de conciertos, que con motivo de no sé qué celebración histórica, iban a hacerse en todas las capitales andaluzas. Y era casualidad que él tenía unas invitaciones para obtener entradas para los conciertos. Un dia, a la salida del trabajo, me ofreció alguna, alegando que él no podría acudir. Me enseñó el programa y ví que en Cádiz, se interpretaba mi concierto preferido de Mozart, entre otras obras. Entonces, sin pensarlo mucho acepté la invitación, reservé una localidad para el Teatro Falla y llegado el día, me dirigí a la "Tacita de Plata".
  
      Al día siguiente del concierto, por la tarde, paseaba por el Parque Genovés, cuando inesperadamente ¡Volví a ver a Rocío! Ella no me veía. Estaba charlando con una amiga junto a la baranda que asoma al mar. Juntas se reían divertidas. Comencé a sentir un extraño temblor. Volvía el corazón a querer salirse del pecho como antaño, pero sin pensarlo un momento me acerqué a ella hipnotizado. Y cuando me vió llegando, me llamó gratamente sorprendida:

      -¡Domingo! ¿Qué haces tú aquí en mi pueblo?- Me dijo con ése gracioso ceceo que tanto la dulcificaba.

      Enseguida comenzamos una alegre conversación y al momento me presentó a su amiga Julia.
´     Así, los tres, sugerí la idea de ir a tomar un café, pero Julia, discreta, movida por ésa inexplicable intuición que toda mujer tiene, nos dejó, alegando no recuerdo qué improvisada excusa. Y así fué cómo por fortuna volví a encontrarme otra vez con ella.

      Aquélla tarde estuvo cargada de risas y bromas y empecé a ser consciente de lo profundos que eran mis sentimientos. Ya de noche, la invité a cenar y después, de común acuerdo, como dos adolescentes enamorados, decidimos compartir mi habitación en el hotel más agradable de la ciudad.

      Así, entre dulces abrazos, besos y caricias llenas de la más delicada ternura, comenzó una larga noche que parecía no tener fin...



                                   
                     

      ... Hoy el tiempo, que todo lo puede, ha pasado imparable. Tú, querido amigo, que la conociste tan efímeramente, me has ido dando la razón. Has estado apoyándome cuando yo la acompañaba en sus peores momentos.

      Rocío me había contado su triste historia y yo se la mantendré fielmente guardada hasta mi muerte. Ahora, de vez en cuando me vienen lejanos los recuerdos  de los indescriptibles momentos de felicidad de aquéllos dias.

      El destino, que parece poder con todo, quiso romper nuestra unión. No puedo hablarte ya de aquéllo, porque me produce una lejana tristeza. Ahora, sin querer, sólo pienso en ella, cuando estoy frente al mar en algún lugar, y contemplo el romper de las olas, junto a mis pies. Entonces me invade cierta melancolía. Sólamente al escuchar  las gaviotas, comienzo a olvidarme del pasado y recuerdo que estoy bañado de presente."

                                                     ***      ***      ***     

     
      ...Años después de la muerte de Domingo, he vuelto a recordarle. Era un amigo singular, cargado de pasión, esa misma pasión a la que sólo pueden acceder los seres especiales como él. Allá donde esté, ¿Se habrá encontrado con Rocío?

      Brindaré por ellos.





         Dedicado a Titina.

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