Había nacido en una familia de estirpe casi legendaria, sin haberlo elegido. Tuvo la inmensa suerte de tener un padre que volcó en él todas sus ilusiones, lo que a su vez le acarrearía un odio tardío de algunos de sus deudos. Había sido educado en los más refinados principios de educación y respeto, así como de curiosidad por el saber, encauzado sabia y minuciosamente por su progenitor. Aunque ya, de por sí, él aportaba una casi endémica sensibilidad que le haría involucrarse a veces dolorosamente en el tráfago de su existencia.
Alberto se había enamorado algunas veces en el transcurso de su vida, según sus amigos equivocadamente. Según su conciencia, la mayor equivocación en ésta vida era no mover ficha por temor a errar. Como sus inquietudes casi no pertenecían al mismo mundo del de los demás mortales, estaba condenado a una dolorosa incomprensión, que si durante su juventud le había costado un sin fín de enfados, según iba madurando aprendió a sacarle partido.
Me encontré con Alberto después de más de veinte años. Pensaba ver a un hombre relativamente joven, pero con la apariencia de los que ya nos acercamos decididamente al medio siglo de existencia. Me lo imaginaba un poco como yo, con poco pelo casi cubierto de la nieve de la edad, algo entradito en kilos y por supuesto con mucho menos sentido del humor que en nuestros años jóvenes cuando nos reíamos de tantas cosas. Pero mi sorpresa fué mayúscula al encontrarme con un hombre que no había perdido la alegría de su juventud, pese a los accidentes de la vida. Su enorme sonrisa, generosa y confortante, seguía ahí, impasible ante los accidentes del paso del tiempo.
Yo había ido unos dias de mis vacaciones a la Costa del Sol como los guiris, a desconectar del trabajo, a disfrutar del tiempo cálido, del mar azul chillón y de los ojos verdiazules de Ángela. Como sabía que Alberto tocaba el piano en algunos hoteles y locales de música en vivo por la zona, hice mis pesquisas y lo localicé en un lujoso local cerca de La Carihuela. La alegría contagiosa de la sonrisa inmensa con la que me obsequió, fué indescriptible. Después de terminar su velada musical con cuatro brillantes ragtimes, fuímos a tomar algo y a contarnos algo de nuestras vidas.
Alberto seguía viviendo en su precioso chalet en el campo. Por lo visto, en éstos más de veinte años había tenido un sin fín de experiencias, desde su trabajo semiestable fuera de Madrid, hasta la muerte de su padre, que para él había sido tan especial en su vida. Se había enamorado un par de veces en serio. Con Sara, la última mujer, hasta había cometido el terrible yerro de ¡casarse!
¿Casarse? Sí. Lo hizo porque la amaba mucho y la veía desprotegida. ¡Pobre Alberto! Era demasiado protector con la mujer de la que se enamoraba y eso nunca acaba bien. Él aprendió la lección demasiado tarde. Ahora se encontraba con cuatro años de pobreza, por tener que pasar una pensión a aquélla que parecía haberle querido tanto. Pero según él, las experiencias siempre son buenas porque enseñan a vivir mejor. Por ejemplo, había aprendido a seleccionar entre todas, sólo a aquéllas mujeres que fuesen realmente independientes. Eso da mucho juego a la hora de disfrutar, cuando todo se hace a medias, en vez de convertirte en un papá protector.
Yo, por mi parte le conté mis intenciones de establecerme definitivamente en Oviedo. Lo mío con Teresa parecía ir consolidándose, cosa que me daba un poco de miedo, sobre todo por la diferencia de edad. A veces temía que la tomasen por mi hija. Aunque tampoco me obsesionaba. Teníamos los dos demasiado en común, como para preocuparnos. Lo que sí me daba miedo era estabilizar definitivamente la relación, porque yo también, como Alberto, había aprendido a disfrutar de mi libertad y desde entonces reía más que nunca.
Al día siguiente de nuestro encuentro, quedamos en el centro de la ciudad, en El Pimpi, donde con el sonido de fondo de música de guitarreo andaluz, compartimos un par de botellas de manzanilla de Sanlúcar, para refrescar nuestra memoria y ponernos al día de todos éstos años. Al día siguiente yo tenía que regresar a casa.
Aquél encuentro con Alberto, me enseñó que la vida en sí no es sino lo que nosotros hacemos de ella, o mejor, lo que nosotros pensamos de ella, cómo nos la tomamos.
Alberto había conocido varias mujeres en su vida, pero sólo había "errado" casándose con una de ellas a la que quiso con integridad, por la que se enfrentó al mundo entero, porque creía en ella. Quizá no vió más allá del amor, de un amor hermoso e incondicional. Un amor que resultó ser equivocado. Pero no se arrepentía de eso ni de nada de lo pasado. Todo eran experiencias para aprender a vivir mejor, a no ser tan "tonto" y a valorar, todavía más cada cosa de ése todo que es la Vida. Había descubierto que hacía muchísimo tiempo que no lloraba y se le había ido olvidando cómo hacerlo, porque no sentía necesidad de ello. -"Todo pasa, el Tiempo pone las cosas y a cada cual en su sitio", me dijo antes de despedirnos, con una efusiva sonrisa.
Casi sin darme cuenta, yo también he ido aprendiendo a reirme hasta de mí mismo. Es algo en verdad, reconfortante.
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